Por Ana Niria Albo Díaz
Socióloga y profesora universitaria
Pensar en las infancias es pensar en el futuro. Las niñas, los niños y las y los adolescentes, constituyen una parte esencial de la fibra de toda sociedad. El siglo XX marcó el inicio de las miradas de atención desde las ciencias sociales hacia estos grupos etarios. Sin embargo, dichos estudios acontecieron desde posturas proteccionistas, subordinadoras, patriarcales, sumisas y que evitaban cualquier posibilidad de cuestionamiento del carácter jerarquizador (y por tanto de poder) de las relaciones sociales generacionales. La nueva ola de los estudios sobre las infancias —nótese el plural como uno de sus indicadores— integran una perspectiva de agencia en la que niñas, niños y adolescentes son capaces de transformar y para ello son reconocidos, no solo como sujetos plenos de derechos, sino como actores sociales y políticos. (Vergara, 2015).
Las infancias deben ser pensadas como constructo social e histórico, mediado por significados y materialidades dados a través de las relaciones de poder, el papel del cuerpo, el tiempo y el espacio en el que se desarrollan las niñeces. En su expresión pública, aquella que tiene que ver con la presencia en medios de comunicación, discursos políticos, políticas y legislaciones, por lo general son imaginados desde posturas adultocéntricas, que muy pocas veces logran pensarles realmente como son. A su vez, la dimensión privada de las infancias es la más abordada desde las investigaciones, pues se piensa que, tanto las familias como sus pares, contribuyen a la formación de las llamadas identidades infantiles. Lo que parece ignorarse muchas veces es que estas identidades son el resultado de ambas dimensiones, la pública y la privada. Por tanto, los medios de comunicación como agentes de socialización, constructores de imaginarios, percepciones e incluso de esa agencia que se procura desde hoy, juegan un papel fundamental.
Aunque en los últimos años en la región de América Latina y el Caribe se han producido cambios relevantes relativos a la protección de las infancias, las miradas de vulnerabilidad siguen presentes y se escudan ante la incidencia de “nuevos peligros” como el tráfico de droga desde tempranas edades, el acoso en calles y en el mundo virtual. La comprensión de las niñeces como plenos sujetos de derecho ha llevado a que se integren en nuevas concepciones en políticas sociales, reformas educacionales, iniciativas incipientes de participación política y social, así como la elaboración propia de programas radiales o audiovisuales (Lenta, 2018).
En el caso de Chile, el modelo de socialización relativo a las infancias se basa fundamentalmente en el interés del Estado de accionar a través de un sistema sociojurídico, que más que integrar a las niñeces y adolescencias como sujetos de derechos, ubica ante tribunales de menores y de familia a la dupla identificada del niño abandonado-niño delincuente (García Méndez, 1991). Nótese que la ausencia de una ley integral de protección de la infancia indica que, aunque las ciencias sociales han defendido el enfoque de derechos, la política pública al no reconocer la necesidad de esta ley, lo ha ignorado.
Por otra parte, la posibilidad que cada ser humano tiene de reconocerse a sí mismo y de que otros lo reconozcan es a lo que se ha denominado identidad. Consecuentemente, la división de la humanidad en grupos claramente diferenciados en función únicamente de su religión, su nacionalidad, el color de su piel, y en el caso que nos ocupa, la edad, no es sólo una manera simplista de aproximarse a la realidad de la diversidad humana, sino que representa una óptica peligrosa, sobre todo cuando esta representación se perfila como un trampolín para la violencia real o simbólica. Entonces, pensemos las infancias como identidades. Naturalizarla únicamente como un ciclo vital es obviar que realmente estamos ante una identidad construida socialmente.
Si recuperamos el pensamiento del teórico cultural jamaiquino Stuart Hall (2010) para comprender cómo son mostradas las identidades de las edades o generaciones, se notará que dicha forma pareciera que proviene de consensos que definen y estilizan las infancias a la par que se muestran como terreno simbólico con contradicciones.
Y esto que parece complejo, no es más que la comprensión de cuánto la iconografía del cine, su lenguaje, su estética, ha bebido del imaginario que sobre las infancias pervive en las culturas de donde provienen las filmografías.
En este sentido, el cine se constituye en un aparato de signos y significaciones acerca de las “intersecciones corporalizadas de la edad, el sexo y la raza entre otras categorías privilegiadas a través de las cuales se tematizan las identidades contemporáneas” (Magaña, 2018). El séptimo arte modela nuestros imaginarios y construye nuestras perspectivas sobre el mundo que nos rodea. El cine juega un rol importante, pues muestra formas de pensar un determinado grupo social con las que puede estar o no de acuerdo el espectador, por lo que es necesario comprender que las imágenes que produce el mismo, nuestra recepción y el sentido que circula en ellas no son evidentes. “Estos ‘modos de ver’, son un constructo social y cultural que devela la profunda historicidad de las prácticas cinematográficas” (Sánchez, 2021).
Cuando en el cine se realizan películas de niños, este operar de las imágenes deviene particularmente espinoso, enrevesado, ya que necesariamente implica el decir de otro en otra parte, en otra realidad, el decir de nuestro otro esencial, despoblado de palabras y conceptos, en un mundo en el que ya no estamos (Aidelman, 2007) un mundo donde entonces no se encarna un personaje, sino más bien se lo conforma. (Magaña, 2018, p. 275).
Para entender la producción cinematográfica sobre niñeces hay que comprender que siempre se realizan desde los imaginarios que los adultos tienen sobre esa identidad, ya sea cine de ficción, cine documental, cine con niños actores para adultos o cine con niños actores para niños. Por tanto, no hay representación porque no se parte de una realidad, sino que se construye un guion y un personaje (vestuario, forma de hablar, maquillaje, ambiente) que proviene desde lo que el adulto concibe como infante. El cine se convierte en un espejo manipulado de las ideologías y las esperanzas sociales relativas a las infancias; construye mediaciones a través de las cuales las sociedades se identifican y reflexionan sobre las relaciones entre adultos y niñeces en las que la alteridad y subalternidad de los segundos siempre está presente.
Posicionarnos desde una perspectiva constructivista, implica convencernos de los múltiples cruces de significados culturales que se evidencian en filmes como Shunko (1960) de Lautaro Murúa, Dungun, la lengua (2010) (en ambos el elemento significante es el uso de las lenguas de los pueblos originarios en los infantes como sujetos coloniales); De la infancia (2010) de Carlos Carrera de México (la desatención familiar de la que a veces son víctimas); Pelo Malo (2014) de Mariana Rondon de Venezuela (la discriminación por color de la piel y estéticas no normativas); Los lobos (2021) de Samuel Kishi de México (relaciona infancia y migración) y en Chile, Un largo viaje (1967), Cien niños esperando un tren (1988), El Gringuito (1998), Machuca (2004), Historias de Fútbol (1997), Be Happy (2003), y muchos más que manifiestan un universo infantil complejo y diverso, casi tanto como lo es en la realidad.
Un análisis del cine chileno sobre las infancias no puede obviar una especie de parteaguas a la hora de su producción y/o representación. Si bien en Largo Viaje (Patricia Kaulen, 1967) y en Valparaíso mi amor (Aldo Francia, 1969) las niñeces son sujetos subalternos en una ruralidad y una precaria urbanización, respectivamente, que muestra lo que el poder no quiere que sea visto. Estos filmes pertenecen a la llamada ola del Nuevo Cine Latinoamericano (NCL), que se presenta en tanto resistencia al cine mercantil hollywoodense. Se trata, por lo general, de cine de autor. Un cine en el que la denuncia acerca de las condiciones y condicionantes del subdesarrollo, pobreza y desigualdades sociales, se convierten en el contexto de las tramas.
En Largo Viaje pareciera que el Neorrealismo italiano es la mayor influencia y constituye un tránsito hacia el NCL: se filma en las calles (la historia justifica mucho de esto) de forma que la línea entre la ficción y el documental es indeleble. La historia ubica como sujeto de un viaje a un niño que tras la muerte de su hermanito intenta devolver al cadáver las alas de cartón que se le cayeron en el sepelio y sin las cuales, presupone no llegará al cielo. Aquí el niño se mueve en un ambiente citadino de precariedad y atraviesa situaciones de todo tipo, entre ellas el bullying. La historia transcurre en Santiago en un momento de expansión citadina y de fuertes olas migratorias de sectores rurales a la ciudad que es representada como “moderna” y como tal muestra luces y sombras. Oportunidades laborales, fuentes de riqueza, a la par que vicios de la modernidad.
Al tiempo que la inversión extranjera crecía, se construían modernos edificios y nuevos servicios para la población. Con esto como atracción, en la Región Metropolitana de 1967 vivían poco más de tres millones de personas, lo que significaba un tercio de la población total de Chile en ese entonces. Debido a la sobrepoblación que experimentaba la ciudad, hacia 1950 habían comenzado a aparecer las primeras tomas ilegales de terrenos y barrios marginales (Cáceres, 2020, p. 13).
Todo es contraste en el Chile de la época y el filme lo expone: los solares o cité, los grandes edificios que se alzan imponentes ante la mirada del niño. Y también son contrastantes las preocupaciones humanas que se evidencian: la vida, la muerte, la delincuencia, la prostitución, la sexualidad y la adolescencia. La realidad en este filme puede ser invasiva, puede doler y es precisamente lo que la diferencia de la otra película de viaje que podría estar en este análisis Un caballo llamado Elefante (2016) donde la imaginación de Roberto, su protagonista, lo hace viajar a los lugares más insospechados a través de la fantasía.
Por su parte, Valparaíso mi amor trabajó con actores no profesionales y narra una historia en la que infancias, trabajo, precariedad y vulnerabilidad social, son el núcleo de un filme rodado en locaciones reales no modificadas y con iluminación natural. Esta es una cinta característica del Nuevo Cine Latinoamericano (NCL). Disruptiva en materia de fotografía pues se utiliza cámara en mano, parte de una historia real leída por sus realizadores en la prensa. Cuatro hermanos quedaron huérfanos luego que su padre fuera preso por robo de ganado.
Como resultado de la perspectiva asistencialista y de vulnerabilidad con que se ha visto a las infancias en Chile, sobre todo en la segunda mitad del siglo pasado, los esfuerzos fundamentales apuntaban a la disminución de la mortalidad infantil, la precariedad sanitaria, la malnutrición, así como las pésimas condiciones de trabajo, deserción escolar y el abandono parental. Al ser Valparaíso mi amor una película correspondiente al NCL, estas son muchas de las líneas dramáticas que desarrolla en relación a las niñeces. Solo para tener una idea de por qué asume estas problemáticas, veamos algunos datos sobre educación entre 1962 y 1964:
- La cobertura educacional de la Enseñanza Básica no superaba el 70%.
- La deserción escolar primaria era de un 68%.
- La cobertura de la Enseñanza Media era inferior al 45%.
- Aproximadamente se producía un 75% de deserción en educación media.
- El nivel educativo de la población chilena era de 4,2 años y de 2,4 años en el sector (Aylwin, Bascuñan, Correa, Gazmuri, & Tagle, 1990, p. 255).
En un camino dramático en el que la educación aparece como vórtice de la historia, Machuca de 2004, no puede ausentarse de este análisis. Dos niños de mundos diferentes, ejemplo de las desigualdades económicas y el clasismo del Chile unos meses antes del Golpe de Estado a la Unidad Popular. Un cura se empecina en borrar esas diferencias y une en un colegio a chicos de un poblado ilegal con otros de un barrio de clase media. Inspirada en la novela Tres años para nacer. Historia de un verdadero Machuca, del poeta y novelista chileno Amante Parraguez, es la película de ficción que marca la entrada del cine chileno a la alta definición y su estética. Fue además una especie de éxito de taquilla con la obtención de varios de los premios de cine más importantes de la región y más allá como el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, Viña del Mar, Festival Internacional de cine de Vancouver.
Si hasta ahora hemos mencionado filmes que intentaron mostrar una temporalidad bastante cercana al presente en que se realiza, con Machuca el universo de las infancias próximas a las adolescencias se regodea en el ayer. Hay una elaboración de la memoria histórica sobre un suceso que vertebra la vida cotidiana de los y las chilenas. La amistad de estos niños florece y se marchita a la par que va creciendo un clima político tenso. Llega el Golpe de Estado de Pinochet, expulsan al cura, sacan a los estudiantes de bajos ingresos y militarizan el colegio.
[…] es un ejemplo emblemático de cómo el relato cinematográfico elabora una concepción dualista del universo sociohistórico nacional. En el filme se entrelazan la historia reciente de la nación y lo singular, pero de una forma novedosa y compleja dentro de la cinematografía chilena, a tal punto que ha generado desacuerdos importantes entre críticos y analistas acerca de la posición de sujeto que la película construye. (Magaña, 2018, p. 283).
Machuca ha sido un filme de culto desde su aparición. Lo que cuenta no es exclusivo de la década del 70. La desigualdad económica y las inequidades sociales siguen siendo males que afectan a las infancias hoy en el Chile postdictadura, en el Chile neoliberal, y en un Chile que ahora mismo parece estar cambiando para bien.
A partir de 2016 aparece un grupo de películas en las que la atención se dirige hacia los adolescentes con sus problemáticas y nuevos saberes: Nunca vas a estar solo (2016) y Mala junta (2016), y Tarde para morir joven (2018). Mientras la primera se mueve en el discurso complejo de las sexualidades adolescentes, la familia, la violencia por identidad de género y la educación, la segunda abre un espacio sobre otredad, al mostrar al pueblo mapuche con su lengua y sus luchas por la preservación de la Araucanía, y en ese espacio parece salvarse Tano de caer en la “delincuencia juvenil”. Por otra parte, la tercera, que puede ser identificada dentro del género cinematográfico de filmes de llegada a la mayoría de edad o coming of age, es un referente para entender la representación de los primeros amores, las afectividades y la alteridad como elementos centrales.
Y así el panorama del cine de ficción sobre las niñeces y adolescencias en Chile. Problematizar su (re)presentación, pensarles despojados de las posiciones adultocéntricas, asistencialistas y patriarcales, es una meta difícil. Lo cierto es que el cine como maquinaria un tanto pedagógica puede y debe contribuir al crecimiento de miradas diversas sobre las infancias. Por eso celebro la idea de que el Programa Escuela al Cine de la Cineteca Nacional de Chile haya puesto a disposición de la Red de cine clubes escolares, un conjunto de películas nacionales que abordan los tópicos de la infancia y la adolescencia. La celebro no solo por el hecho en sí de entregarlas como herramientas de apreciación de buenas piezas del séptimo arte, sino sobre todo por el ejercicio crítico al que convocan.
Entonces, prestemos atención también al entramado cultural de símbolos y relaciones de poder que sobre las infancias ha mostrado el cine, si queremos que sus referentes narrativos identitarios favorezcan la formación de niños, niñas y adolescentes plenos, felices y sujetos de derechos. El cine chileno desde la década del 60 del siglo pasado viene arrojando luces sobre los principales problemas sociales de estos grupos y sus múltiples identidades. Las infancias en la gran pantalla chilena han sido herramientas cuestionadoras de una sociedad neoliberal de profundas desigualdades, legitimadas por relaciones de poder heredadas de una fallida modernidad.
Esperemos que los posicionamientos de este cine sobre las infancias sean leídos en la dirección correcta. Ellos y la agenda presidencial de Gabriel Boric resultante de los estallidos sociales de octubre de 2019 —reformas al sistema de pensiones, al tributario y de salud— pueden presionar, de a poco, para la aprobación del Proyecto de Ley de Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Niñez y Adolescencia que se viene elaborando desde 2015 y que fuera recientemente discutido. Las niñas, los niños y los adolescentes chilenos se lo merecen.
Referencias
Aidelman, N. &. (2007). Cinema en curs. Barcelona educación (61), 20-21.
Aylwin, M., Bascuñan, C., Correa, S., Gazmuri, C., & Tagle, S. S. (1990). Chile en el Siglo
XX. Santiago: Planeta.
Cáceres, N. M. (2020). Colección Infancia y adolescencia en el cine chileno. Programa Escuela al cine. Santiago: Cineteca Nacional de Chile.
García Méndez, E. (1991). Ser niño en América Latina. De las necesidades a los derechos. . Buenos Aires: Galerna.
Hall, S. (2010). Sin garantías. Trayectorias y problemáticas en estudios culturales. Quito: Envión.
Lenta, M. M. (2018). Pensando infancias y adolescencias desde un enfoque crítico. In M.
M. Lenta, & B. R. Maria pía Pawlowicz, Dispositivos instituyentes en infancias y derechos (p. 98). Buenos Aires: Teseo Editorial.
Magaña, C. A. (2018, agosto-noviembre). Infancia en el cine: notas para una relación entre máquinas visuales e identidad. Chasqui. Revista Latinoamericana de Comunicación (138), 253-271.
Sánchez, M. (2021, julio 17). Mujeres migrantes: indagaciones sociológicas al proceso migratorio femenino en filmes de la Muestra Joven. Tesis de Licenciatura en Sociología. La Habana, La Habana, Cuba: Universidad de La Habana.
Vergara, A. P. (2015). Los niños como sujetos sociales: El aporte de los Nuevos Estudios Sociales de la infancia y el Análisis Crítico del Discurso. Psicoperspectivas, 14(1), 55-65.