Por Hamlet Fernández Díaz
Historiador del Arte. Profesor, investigador, ensayista y crítico de artes visuales y cine.
“Me molieron los riñones”, le dice la anciana a Raúl cuando este le ayuda a recoger sus pertenencias en la calle, después de ser asaltada por dos chicos. “Menos mal que hay gente decente como usted señor”, y esta frase nos atormentará en la medida en que nos adentramos en el mundo oscuro del protagonista de Tony Manero (Pablo Larraín, 2008); porque, sí, en la noche retorcida de la dictadura de la Junta Militar, ese tipo de psicópata podía ser considerado “gente decente” en Chile. Lograr expresar la amoralidad perversa y la violencia genocida de aquel sistema político a través de la psicología de un individuo y su estrecho entorno social, es lo que convierte a este filme de Larraín (el primero de la trilogía sobre la dictadura) en una obra maestra, no digo chilena, sino universal.
Raúl Peralta (interpretado de manera magistral por Alfredo Castro) acompaña a la señora a su casa, repara en su interior y se queda mirando fijamente el televisor; ella lo nota y le dice: “es a color”. Lo enciende, y comenzamos a escuchar la noticia de que el presidente de la República ha firmado un decreto de ley que declara a la Cueca como el baile nacional, porque representa los sentimientos del alma criolla y de la cultura popular. Con Pinochet en pantalla, hablando de la Cueca, le pregunta la anciana a Raúl: “¿Usted sabía que el general Pinochet tiene ojos azules?” “No, no sabía”, responde este. “Raro. Con tanto mapuche que hay. Raro”, termina de comentar ella. Raúl no dice nada más, la mira unos segundos y de repente le da un golpe con la mano en la cabeza. Después vemos como la mata a golpes, con la propia mano. En la secuencia siguiente el asesino camina por las calles desiertas con el televisor a cuestas. Cuando ve un camión de militares se esconde detrás de una columna, está anocheciendo. Se trata la patrulla del toque de queda, suponemos.
¿Por qué mató a la anciana? ¿Para robarle el televisor, o por lo que dijo sobre Pinochet? La respuesta la obtenemos si analizamos la manera en que procede con las otras víctimas. Persigue al hombre al que Goyo (el joven que vive en la misma posada y le disputa el protagonismo como bailarín) le entrega los panfletos antidictadura, no para robarle, sino porque asume por su cuenta la represión policial. Le quita las pertenencias como un ave de rapiña, solo después que los policías asesinan al activista. Al carpintero lo ajusticia después que este lo extorsiona en dos ocasiones. Si su verdadero móvil para matar fuera el robo como medio de subsistencia, lo hubiera asesinado desde el inicio. Raúl Peralta mata por venganza, porque en cada situación se siente agraviado y no puede contener la ira, la frustración y el resentimiento.
Podemos concluir que mató a la señora por venganza: no soportó que insinuara que el general Pinochet tuviera sangre mapuche. Este detalle es trascendental porque nos revela de golpe la psicología profunda del personaje: es un soldado anónimo de la dictadura militar, un devoto fanático del general golpista; es, además, racista, desprecia una de las culturas ancestrales de la región, que conforma hoy la base étnica del pueblo chileno; es un ser profundamente resentido, frustrado en su afición por el espectáculo, bailarín mediocre, está envejeciendo y también sabremos que es impotente, ¡machista impotente! Esas son las oscuras pulsiones que impulsan su violencia; un psicópata que no siente el más mínimo respeto por la vida humana y que refleja en muchos aspectos la condición moral de la dictadura.
Otro detalle importante. Después de la secuencia inicial en el estudio de televisión, Raúl corre por las calles con su traje de Tony Manero a la espalda, para llegar a tiempo al cine, y cuando escucha unas sirenas de policía se para en firme, mira discretamente hacia atrás, asustado, como si lo estuvieran persiguiendo a él. Inicialmente se puede pensar que se trata del estado de terror colectivo que se vivía, pero después del asesinato de la señora el montaje intelectual en retrospectiva hace posible la lectura de que no era la primera vez que el personaje le quitaba la vida a alguien; él se sabía asesino en serie por lo que tenía motivos para andarse con cuidado. Por eso corre por la ciudad como si huyera y cualquier sirena o presencia policial activa sus alarmas.
Esta interpretación me parece importante porque el filme termina con Raúl subiendo al mismo bus que tomaron el joven que fue favorecido con el primer lugar en el concurso televiso, y su pareja. Se sienta detrás de ellos, y podemos imaginar que los seguirá hasta cobrarse con sus vidas la venganza por su frustración. Esta circularidad de la narración en lo que se refiere al crimen, nos permite formular una hipótesis que es medular: el personaje ya había asesinado antes y lo continuará haciendo, con total impunidad. La tesis general sería esta: en una dictadura que tortura y ejecuta a los opositores políticos, los delincuentes, los psicópatas y los asesinos comunes obran con la misma impunidad que el Estado, y sus actos pasan totalmente desapercibidos en medio de la violencia y el terrorismo ejercido desde el poder político-militar.
Es el año 1978. El gobierno de facto de la Junta Militar estaba en pleno auge, y mientras se declaraba a la Cueca como baile nacional, gestos típicos de los nacionalismos conservadores tradicionalistas, en los cines se pasaba un éxito de taquilla hollywoodense, Saturday night fever (John Badham, 1977), un indicio de la penetración de la industria cultural norteamericana en la región (en este caso la música, el baile y los atuendos de la moda disco). Raúl va todos los días al cine, está obsesionado con Tony Manero, el personaje interpretado por John Travolta. Quiere ser esa estrella, ser joven y hermoso como él, vestir sus mismos trajes, bailar como él, atraer a las mujeres de la misma manera, quiere vivir en la ilusión de éxito que genera la ficción cinematográfica. Cuando entra al cine se transforma en su alter ego, con los Bee Gees de banda sonora se mueve y gesticula imitando al joven Travolta a la luz de las imágenes en la gran pantalla. Para encarnar ese alter ego ante las cámaras de televisión Raúl cuenta con un importante fetiche, el traje blanco, el cual funciona a lo largo del filme como un personaje más; Raúl lo lleva a todas partes, lo sienta a su lado en el cine, es testigo de sus desmanes y es quien lo despojará de su mediocridad y lo investirá como estrella.
La referencia al filme norteamericano no es en ningún caso anecdótica, la relación entre ambas obras no se reduce a la mera cita, a una parodia decadente del personaje de Tony Manero. Saturday night fever funciona como un complejo hipotexto (texto fuente) de la película de Larraín. Pienso que el director chileno construye un fino y complejo juego de contrapuntos con el clásico hollywoodense, que funcionan en última instancia, en un nivel interpretativo profundo, como alegoría de la relación entre los Estados Unidos y Latinoamérica, sobre todo los países que sufrieron dictaduras militares en esas décadas. Se trata de la relación entre modelo y copia. Pero Larraín escoge la película perfecta porque John Badham, al mismo tiempo que vende de manera exitosa con su drama musical una cultura del espectáculo que tuvo gran impacto en el resto del mundo, a nivel narrativo y psicológico deconstruye esa ilusión ideológica y muestra los aspectos sombríos del modelo que se pretendía imponer como paradigma.
Recuérdese que el joven de 19 años Anthony Manero pertenece a la clase obrera, trabaja en una tienda de pintura en Brooklyn; y en varios momentos del filme se hace explícito la dificultad que tenían jóvenes como él y sus amigos para romper el fatalismo de clase y ascender en la escala social. Esos muchachos pasan la semana trabajando para obtener la droga del consumo el sábado por la noche en una discoteca. Tony se siente el rey de la noche bajo las luces mientras baila y es admirado y deseado, pero se trata de una ficción bastante efímera. De manera que ese hipotexto es un filme peculiarmente crítico de la sociedad norteamericana del momento que se intentaba exportar al resto del mundo como modelo.
Lo que nos muestra Larraín es el reverso de la juventud, la belleza, el goce, el hedonismo, la abundancia y la promesa de futuro que representa en su superficie el referente norteamericano. Larraín nos pone en frente al envejecimiento en la más pura mediocridad, la fealdad, el deterioro, la decadencia, la impotencia, la pobreza, la violencia, la muerte, la ausencia de futuro. Por tanto, la mímesis patológica del personaje puede ser extrapolada como una agria metáfora de la mímesis de la Junta Militar con respecto al capitalismo norteamericano; una mímesis igual de patológica y deformada, en tanto proyecto autoritario impuesto mediante la ruptura del orden democrático, la violación de derechos, el terrorismo de Estado.
La historia que nos cuenta Pablo Larraín transcurre en una semana, entre el día en que Raúl va a anotarse al concurso televisivo y el día en que finalmente concreta su sueño. Sin embargo, es despojado del premio por el presentador, que, interesante, lo discrimina con un desprecio velado pero perceptible, por ser cincuentón, cuando el mismo presentador es un señor entrado en años que disimula las arrugas con capas de maquillaje. Estas deliciosas sutilezas que intuimos al nivel de la pura actuación son igualmente importantes y sintomáticas, porque develan una cultura de la marginación, la exclusión, la deshonestidad, la mezquindad, la ligereza moral, etc.
Durante esa semana de tiempo diegético conocemos al resto de los personajes que conviven con el protagonista en una posada de mala muerte. Una de las cosas más inquietantes de esta historia es que en ese ambiente Raúl es el rey, como mismo lo es el Tony Manero norteamericano en las discotecas de Brooklyn. Las tres mujeres de la casa lo desean, y él no puede satisfacer a ninguna. Aun así, parecen amarlo, lo respetan, lo celan, lo consienten, lo admiran, lo agasajan, le aguantan todo de manera sumisa. Parece inverosímil, una arbitrariedad del guión para añadirle más condimentos al perfil psicológico del protagónico y mantener cierto paralelo con el Tony Manero de John Travolta. Pero, primero hay que conocer muy bien la cultura chilena para poder juzgar si realmente se trata de una situación inverosímil; y segundo, hay una matriz cultural que es extensiva a toda Latinoamérica que explica perfectamente ese fenómeno: el machismo. Raúl es el hombre de la casa, es la autoridad de facto, y eso nadie lo discute.
Por tanto, la posada, las relaciones disfuncionales entre sus moradores, unos conspirando contra otros, las mujeres, presas en su propia ideología machista, adorando a un mísero caudillo (la madre que delata a la hija por celos); ese micro mundo dramático funciona como símbolo de un país que entró por la fuerza en una regresión decadente: conservadurismo, machismo, amoralidad, violencia física y simbólica, etc. Este genial filme de Larraín tiene la gran virtud de mostrar ese complejo proceso a nivel de individuo, a nivel de dinámica familiar, al interior de un espacio de convivencia que se nos devela como mónada de un país aterrorizado y traumatizado.
Hoy, a cincuenta años del golpe de septiembre de 1973, es preciso tener todo esto muy presente, y para eso sirve el arte, para hacernos pensar desde las vísceras. Porque la historia nos demuestra una y otra vez que cuando el ultraconservadurismo político llega al poder (sea de izquierda o de derecha, eso es irrelevante), se despiertan los peores sentimientos, los peores instintos, las energías más negativas, reaccionarias y oscuras que permanecen latentes en el inconsciente colectivo de los pueblos. De esta manera dejan de ser subalternas las fobias de todo tipo, el racismo, la xenofobia, el miedo al otro, el machismo, la homofobia, el fundamentalismo religioso, ideológico y político, el fascismo, el mesianismo y comienzan a exhibirse, de manera impúdica, como conductas sociales “normales”; porque, si el líder carismático es así, pues su rebaño de fieles también tiene derecho.