Descentrados Chile

La Bendición de La Tontera

Fotografía: Chile Travel

Por Rubén Torres[i]

A mis hermanos

De niño crecí escuchando historias sobre mis padres, quienes, en su diversidad y a su modo, padecían el mismo mal; la tontera. Él, oficial de Carabineros, que como flamante teniente, manifestó tempranamente su rareza. En vez de disputar una destinación en las grandes ciudades, con todas las posibilidades de destacar y ganar ascensos, solicitó a sus superiores ser destinado a Futaleufú, un punto perdido en la Cordillera de Los Andes, donde en ese tiempo, no existía camino de acceso por el territorio chileno, debiendo ingresar por Argentina, o, desembarcar en la costa de los canales sureños, para luego internarse por semanas entre selvas vírgenes, vadeando caudalosos ríos, que a más de un colono de ese sur inhóspito, arrastró consigo, llevándose sus sueños de un terreno sin dueño donde poder echar raíces y la semilla de su familia. Seguramente, el comentario obligado entre los camaradas de armas de mi padre, fue: —Hay que ser muy tonto para irse voluntariamente a un lugar donde el sueldo llega cada seis meses, y no hay ningún lugar digno donde gastarlo.

Y ahí llegó el tonto, y luego ella. Porque es tontera pura, seguir al hombre que se ama hasta los confines del mundo. Ella, la tonta. Separada de un primer matrimonio, con un hijo. De cuna burguesa, capitalina y urbana, acostumbrada a la vida cultural, plena de inquietudes intelectuales y, más que nunca, llena de, reivindicaciones respecto al rol de la mujer en la sociedad. Irse a vivir en un pueblo en formación, donde los habitantes o eran subalternos de mi padre, o eran colonos que se habían asentado, producto de continuas persecuciones a los chilenos que llegaban a Argentina en busca de trabajo, o lisa y llanamente huían de la justicia Argentina, debiendo internarse en el lado chileno sin poder avanzar más allá de las selvas y montañas.

Y ahí llegó la tonta de mi madre, en una casita donde el gélido viento cordillerano se colaba por las rendijas de las tablas, así como los curiosos rayos del sol matinal. No le servían sus lecciones de piano, su manejo de francés e inglés, y ni siquiera sus zapatos de ciudad, que insistían en quedarse atrapados en el barro o nieve de lo que serían las calles del pueblo. Le eran estériles sus conocimientos culinarios con que pretendía agasajar a su marido e invitados. Imposible, si ni ella ni él eran capaces de encender la cocina a leña. Y así estuvieron los tontos, por semanas, alimentándose de harina tostada o verduras, hasta que una vecina, alertada por la ausencia de humo en la casa, se atrevió a solicitarle un “favor” a mi madre; ya que la casita disponía de una cocina más grande, ella se ofrecía para cocinar para ambas familias. Con ese ofrecimiento, mi madre echó sus raíces, pero no con la tierra, como mi padre, sino con la gente que la habitaba.

Y así pasaron los años, mientras mi padre se perdía por semanas recorriendo a caballo el territorio a su cargo, mi madre desplegaba su círculo social, alfabetizando a niños ajenos o enseñando las artes culinarias a sus escasas vecinas. El hijo, mi hermano, esperaba en Santiago. Y nosotros, los hijos por venir, esperábamos el tiempo de nacer. Pero la calamidad le devolvió la maternidad a mi madre, cuando un carabinero trasladado a otro destino, no pudo llevarse a uno de sus hijos consigo. Así, enfermo y ardiendo en fiebre, hubiera muerto en el intento de salir del pueblo. Ese invierno mi madre estuvo acompañada. Las paredes de la casita, tapizada en su interior con las hojas de la revista ‘Para Ti’, para proteger del frío, sirvieron de pizarra para la improvisada aula de clases, jugando tardes enteras a encontrar en las múltiples hojas, ¿donde dice tal cosa? ¿O tal otra? Y ahí el pequeño, divertido, juntando las letras hasta encontrar la palabra, la frase, el sentido, hasta aprender a leer, hasta que llegara el momento de reunirse con sus padres. Es más que probable, que donde esté ese niño, hoy adulto, lleve consigo la tontera de servir a los demás.

Terminado el ostracismo voluntario, la tontera se mantenía y cada uno permeaba al otro con la suya. Mi padre más arraigado a la gente, y ella, echando raíces en el sur, en la isla Grande de Chiloé. Y ambos sembrando. Con esa siembra llegaron mis hermanas y ya comienzan a aparecer otras voces en esta historia. Él, ahora capitán, en un círculo de poder donde la tontera de respetar a las personas y no abusar del poder no es entendida, ni menos valorada. Ella, donde la posición de esposa de oficial la constriñe a actividades en que el servicio social es muchas veces un pretexto para el club de señoras. Y hay que ser tonta para tomarse en serio el trabajo con las mujercitas que cada cierto tiempo se les entrega algo de caridad. Pero ella vestía el uniforme que fuera, del color que fuera, para enseñar a las mujercitas, teniendo el consuelo de que cada cierto tiempo, menos del que deseaba, podía entrar al taller del zapatero anarquista con algún zapato roto que justificara las largas charlas sobre literatura, marxismo, movimiento social o el préstamo de algún libro, prohibido para ella.

Después de una breve estadía en la capital, período en que se completó la familia con mi hermano y yo, un nuevo traslado nos devolvió a las raíces, a la Isla Grande.

Ese Sur que acogió y alimentó la tontera de mis padres. Pero mi padre le correspondió a su modo, pues proyectó en la gente de esa tierra, todo lo que él prodigaba a sus semejantes. Así, para mi padre y por extensión para cada uno de nosotros, ser sureño era sinónimo de rectitud, honestidad y probidad. No importaba cuántas veces esta máxima se estrellara contra la realidad, mi padre, burlado o estafado, no se rendía en esta concesión de al menos poder creer en alguien.

Bastaba mencionar la cuna sureña, para que se le abrieran las puertas y la confianza. Y mi madre por su lado, abría la cocina, extendía manteles, y preparaba camas para quien quisiera compartir la tontera. Así, en cada una de las casas en que la familia se estableció, siempre hubo algún sureño, pariente o no, que era acogido para estudiar, alimentarse, o sólo rehacer su vida.

El desarraigo de la familia, esta vez vino acompañado del desarraigo de la lsla de Chiloé, que se sacudió junto al sur chileno, en el cataclismo más poderoso que se haya registrado, sumado a un maremoto que asoló la ciudad y la costa de todo el Sur, arrastrando casas, embarcaciones, vidas, sueños y las raíces de mi familia, que nuevamente se veía obligada a mudarse. Como parte de la tontera de mi padre, era no hablar mal de nadie, y no hablar de sí mismo, el actuar de él en los terribles momentos del terremoto y maremoto, nunca los escuchamos en expresiones como -Y ahí estaba yo, en medio del mar, tratando de alcanzar la costa antes de la venida de la gran ola.- Fue por terceros que completamos la historia de cómo al momento del terremoto él se encontraba patrullando en la lancha de Carabineros, y al ver la ciudad llena de polvo y humo, comenzaron la titánica tarea de alcanzar la costa, a pesar de la resaca que iba dejando al descubierto el fondo marino, con sus peces, crustáceos y vegetación que los pescadores, acudieron presurosos a recoger, ignorantes de la ola que no tardaría en arrastrarlos.

Mi padre, ahora Mayor o Comandante, siempre expuesto a su rareza. Es que es tontera pura, eso de pagar sus infracciones de tránsito, y también las de quienes le pedían una ayudita para “sacarse el parte”. En vez de insultar a su subordinado anulando la infracción -correctamente emitida- le ofrecía el dinero de la multa al infractor, pariente o amigo, el que se retiraba indignado por el insulto, sin ver el propio. Por el otro lado, mi madre, en su tontera de servir, haciendo canjes con las campesinas que llegaban a parir a la ciudad y que se veían obligadas a estar meses fuera de sus casas. –Si aprendes a leer, te regalamos un ajuar para tu guagüita- Y así conocí esa expresión de una de ellas, que le agradecía por hacerle “hablar las letras”. Esto, a contrapelo de los propietarios de los fundos en que las “mujercitas” vivían de inquilinas. Es que esto de que la rotada aprenda a leer no es nada bueno, después se sublevan. Y los patrones lo tomaban como una rareza de la señora del Comandante, pues era él quien debía reprimir las protestas de los campesinos y las reacciones de las comunidades mapuche cuando los latifundistas les corrían los cercos, arrebatándoles parte del poco territorio que se les había respetado. Pobre de mi padre, que miraba con respeto el que los mapuche no necesitaran de cercos para marcar su territorio, y se veía obligado a proteger a quienes burlaban no solo el territorio, sino que una cultura basada en la rectitud.

El retiro de mi padre de Carabineros, trajo consigo la profundización de la tontera y el ensanche de las diferencias entre ellos. Mi madre, por fin, en libertad de poder participar política y socialmente, sin arriesgar la carrera de mi padre, abriendo su casa, nuestra casa a quien quisiera dialogar, compartir o debatir temas de interés, sin contar los amigos que llegaban sólo por el ambiente que se respiraba o a pedir o compartir una lectura. Si había algo que organizar entre los jóvenes, mujeres o vecinos, era mi casa y quienes la habitábamos, la que estaba siempre abierta y dispuesta a servir a quien lo necesitara.

Mi padre, libre de los continuos traslados, se estableció en el Sur, iniciando con ello sus continuos periplos entre la cordillera, la lsla, Penco (su ciudad natal) y Santiago. Visitándonos regularmente, quizás con la confianza de que no era necesaria su presencia y que la tontera, si no era genética, ya había sido traspasada a las nuevas generaciones.

Y en la fusión de esas tonteras, nos criamos nosotros; la rectitud y honestidad por un lado y el servicio y la justicia social por el otro.

Y sin duda que mis padres no se equivocaron. La tontera estaba sembrada y no sólo en nosotros sino que en cada uno de quienes los conocieron. Bastaba mencionar el nombre de mi padre, en la cordillera o en la Isla, para que se abrieran puertas y sonrisas. Variaban las expresiones -“Pero si es hijo del Teniente, el Capitán” dependiendo en que etapa de su carrera lo conocieron. Y de ahí­ surgían sabrosas anécdotas, nunca contadas por mi padre, en su tontera de no hablar de sí mismo. Incluso, su nombre fue llave para abrir puertas y favores -que él no hubiera aceptado- en las ciudades fronterizas de Argentina, donde alguna vez estuvo de paso.

La cosecha de mi madre, con mayor conflicto de por medio, pues lo social muchas veces exige decir las cosas por su nombre, tuvo iguales frutos en lo público y en lo privado. En Io público, los muchos que se formaron gracias a ella, que fueron acogidos, respetados y queridos en nuestra casa. Los cientos que compartieron una trinchera con ella, ya sea, antes, durante o después del triunfo de Salvador Allende; largo proceso de dignidad de este país. En lo privado, sus hijos. En esta mezcla de tonteras; personas íntegras, justas y dispuestas a luchar por los demás, aún a riesgo de salir perdiendo. No es un mérito ni una distinción, pero viniendo de cuna militar y de buena posición, es de tontos luchar por los derechos de otros, pero contra la tontera nada se puede. Unos más que otros, visitamos las cárceles de la dictadura y compartimos las calles cuando había que alzar la voz. Y en los tiempos más difíciles, mi hermana mayor intentaba infructuosamente desde su profesión de abogado, proteger la  vida de quienes eran perseguidos, absorbiendo las pesadillas y el horror de quienes buscaban refugio en el Comité por la Paz y posteriormente en la Vicaría de la Solidaridad.

Pero la tontera no sólo actúa en la dificultad. Es una pulsión que persigue cada una de las actuaciones. Y ahora, sin mis padres y en democracia, cada uno de nosotros vive la tontera, ya sea, resistiéndose a deslizar una coima para obtener un contrato, descubriendo que se es la única persona que puede seguir mirando de frente, cuando todos sus pares o colegas son apuntados por acusaciones de corrupción, o simple y tristemente, negándose a aceptar contratos brujos cuyos millonarios honorarios deben ser compartidos con quien, a nombre del Estado, es contraparte de dicho contrato. Ya conocemos el canto; -“hay que ser tontos para no aceptar. Si por último, otro se va a quedar con el dinero y no vas a cambiar nada.”

Doy gracias a mis padres por esta tontera y ruego porque sea genética, para que sea traspasada a mis hijas, sobrinos y sobrinas, y a sus descendientes, esperando que siempre se puedan mirar a los ojos, con un aire sureño, así, tontamente, pero dignos.

1 de julio de 2005

[i] Rubén Antonio Torres Ávila. Con estudios en derecho, teatro y comunicación audiovisual, finalmente me titulo de periodista en 2010, lo que me convierte en un descentrado en esencia. Aunque tuve una incursión tardía en las letras, comencé en la Jota. Integro el Taller literario de Poli Délano, espacio de creación en el que con diversos autores he publicado los libros de cuentos: “El Taller de Poli” (2017) “Están escribiendo” (2019) y “Polinizando” (2023). Desde 2024 participo en la Corporación Cultural Letras de Chile.