Por Gabriel Matthey Correa
Compositor e Ingeniero Civil Hidráulico, Magíster en Gestión Cultural, profesor universitario, integrante de Ethics, Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, Universidad de Chile.
Reflexionar y escribir sobre cultura y educación, hoy resulta especialmente necesario, toda vez que estamos viviendo una profunda crisis no solo climática, sino de paradigmas en general. De pronto, actualmente somos parte de una gran transición, desde una “vieja realidad” ya agotada, hacia una “nueva realidad” que todos estamos invitados a construir, en forma colectiva y participativa. En este contexto, mientras la modernidad y la «era industrial» se han ido desperfilando, la «era digital» se ha ido instalado en forma cada vez más evidente e irreversible. Por lo mismo, se hace urgente reaccionar a tiempo, antes de que sea demasiado tarde. Necesitamos orientar mejor nuestros pasos, tanto en Chile como en cualquier otro país que pretenda gozar de una vida más plena, sostenible y saludable, compatible con nuestra propia humanidad, la naturaleza y el medio ambiente.
La educación, en su sentido genuino, se puede entender como aquella dimensión humana que se ocupa de la «formación de personas», de tal manera de contribuir a que cada cual se pueda insertar y desarrollar cabalmente en su medio. La educación no se refiere solo a enseñar/aprender a vivir, sino también a convivir, asumiendo que la vida la ejercemos junto a otras personas y a otros seres vivos, en forma colectiva e interactiva. Consecuentemente, la educación es pertinente solo si se enfoca en sintonía con la cultura y territorio al que se pertenece. Por cierto, que no se trata de fomentar los puros localismos, pues la buena educación también requiere desarrollar capacidades para valorar, dialogar, respetar y adaptarse a otras culturas, pensando especialmente en la globalización y las actuales tendencias migratorias. Desafortunadamente este no es el caso chileno, pues nuestra educación continúa siendo (neo)colonizante, clasista y discriminatoria, propensa a una uniformidad selectiva, más enfocada según paradigmas eurocéntricos y/o estadounidenses. De hecho, a pesar del paso de los siglos, Chile todavía se ignora a sí mismo, víctima de seguir “copiando y pegando” los patrones de conducta ─en diversos ámbitos─ que nos llegan importados desde los países hegemónicos del hemisferio norte. Acá se siguen enseñando idiomas como el inglés, el alemán, el francés ─incluso, ahora también el chino mandarín─, pero poco o nada mapuzungún, quechua, aymara o rapanui, entre otros. Nadie discute la necesidad de desarrollar herramientas para insertarse e interactuar en el mundo globalizado en el que vivimos, pero es difícil comprender y aceptar la ignorancia, el negacionismo y la falta de voluntad que tenemos para (re)conocernos a nosotros mismos, en cuanto a insertarnos e involucrarnos con nuestro propio territorio y mundo chileno. Como buena Colonia, en Chile sabemos más de afuera que de adentro; nos conectamos y comunicamos más con afuera que con adentro.
Unido a lo anterior, en las últimas décadas las evidencias demuestran que en gran parte del mundo ha predominado una «cultura mercocrática»[1], en que todo gira en torno al mercado, el cual ha operado como centro y eje directriz del sistema globalizado. Esto, obviamente, ha sido posible gracias al imperio ideológico del neoliberalismo, marcado por la libre competencia económica y comercial, olvidando las demás dimensiones del ser humano. En este contexto, la educación se ha reducido a una «mera instrucción», donde lo principal ha sido formar “prosumidores” ─productores-consumidores─, capaces de ejercer como fieles y sumisos operadores del sistema, sin ninguna actitud reflexiva, crítica y creativa. Pero para que esto funcione, cada prosumidor/a tiene que ser muy eficiente y eficaz en la producción, así como en el consumo y el deshecho. Se trata de una cultura efectivamente «mercocrática», que se desarrolla y retroalimenta en base a la competencia, el individualismo, el inmediatismo y exitismo, donde solo cuenta la rentabilidad económica, validada por indicadores tales como lo que se tiene, consume, desecha, capitaliza y/o exhibe. Dentro de esta “cultura del tener” ─ya no “del ser” ─, René Descartes probablemente habría dicho: “Produzco, consumo, luego existo”. Claro, en este contexto, más que educar a personas, basta con instruirlas y capacitarlas como buenos/as «prosumidores/as».
En buena hora, sin embargo, tal «cultura» ya es parte de la” vieja realidad”, agotada, según se decía. Pero la crisis de paradigmas ─incluido el sistema patriarcal falogocéntrico y autoritario, junto a la crisis climática, la contaminación y los trastornos naturales[2]─, continúa manifestándose, por ejemplo, a través del machismo y el extractivismo, junto a las megasequías, grandes lluvias e inundaciones, o megaincendios (entre otras variantes), reconfirmando que no sirve solo producir, competir y crecer infinitamente, si no existe una adecuada regulación y equilibrio. No sirve sobrevivir reducidos a meros “entes prosumidores” que no piensen ni evalúen lo que hacen. No obstante, después de 4 a 5 décadas, el ser humano finalmente no pudo soportar más a este modelo y, en defensa de su legitima integridad y dignidad de persona, terminó por generar violentos estallidos/revueltas sociales en diversos países del mundo. La Pandemia del Covid-19 solo puso la última gota para llenar el vaso y hacer colapsar al sistema.
Así, por lo tanto, si se supera y descarta a la “instrucción” como un mero sustituto y reduccionismo de la educación, entonces la real motivación está en «formar personas» que efectivamente aprendan a desenvolverse y desarrollarse cabalmente, como parte de la cultura y territorio al que pertenecen. Y por esta vía, resulta de Perogrullo decir que la educación es pertinente solo si se hace cargo de la propia realidad donde se vive. En consecuencia, la educación chilena tiene que partir por enseñar/aprender a vivir en el Chile real, acorde a nuestro medio y contexto, ahora en modo post-colonial, donde coexista equilibradamente lo local con lo global, en lo que hoy se conoce como “realidad glocal”.
La crisis y transición chilenas no han sido fáciles. Han pasado más de 50 años desde que ocurrió el golpe cívico-militar, que generó la dictadura y el “modelo chileno” ─ «pinochetismo + neoliberalismo + Constitución de 1980» ─, el cual nos hizo mutar hacia una cultura de suyo «mercocrática», aún vigente (pero en retirada). El estallido/revuelta, junto a los dos proyectos de “nueva Constitución”, no lograron resultados concretos. Claramente no estábamos preparados para ello. Fueron desafíos imposibles de asumir por un país secuestrado por el neoliberalismo, donde predominaban los/as «prosumidores/as», propensos más a consumir y desechar que a pensar y sentir. Nuestra sociedad no estaba capacitada para tomar decisiones políticas de tal envergadura, con sensibilidad, responsabilidad y perspectiva histórica y social. Los fracasos de nuestros procesos constituyentes fueron el último triunfo del modelo. ¡Obvio!: cuando una sociedad se constituye preferentemente de «prosumidores/as», termina siendo víctima del individualismo (sin consciencia social) y del inmediatismo (sin consciencia histórica): sin la preparación ─educación─ ni puntos de vista necesarios para poder tomar decisiones trascendentes, en pro del bien común y destino general del país. No se le pueden pedir peras al olmo. La verdadera educación debe inspirarse en la formación integral de personas, incluyendo, con urgencia, la “educación cívica”, junto al desarrollo de un pensamiento crítico constructivo y una genuina creatividad.
Dicen que las crisis hacen crecer, lo cual es cierto cuando las cartas de nuestro naipe están tan revueltas sobre la mesa. Y es necesario que así sea, para poder barajarlas y jugar un nuevo juego, más limpio y justo. Este es el sentido de nuestra actual crisis y transición. Chile necesita superar la mera instrucción y volver a una genuina educación. Si nuestro país quiere realmente avanzar hacia un desarrollo real e integral, hay que incluir contenidos y metodologías que nos permitan conocer y conectarnos efectivamente con nuestra realidad. Construir sobre la ignorancia es imposible, además de arriesgado y peligroso. Nuestra educación tiene que ser pertinente, compatible con el ethos chileno, lo cual exige dar pasos hacia modelos postcoloniales de contenidos y metodologías actualizadas. Esto, además, conlleva la «autoeducación», pues en la vida ─esencialmente dinámica y mutante─ nunca se termina de aprender. Quien deja de aprender deja de vivir y comienza a sobrevivir.
Precisado ello, y asumiendo que históricamente hemos tenido una conducta basada en el “copiar y pegar”, necesitamos ahora mutar hacia una actitud y práctica basada en el “confiar y crear”; es decir, de confiar en nosotros mismos y ser más proactivos y creativos. Ya es hora de superar nuestra vieja mentalidad de querer ser “los ingleses de América”, o los “estadounidenses de Sudamérica”. A nosotros nos corresponde ser, lisa y llanamente, “las chilenas y chilenos de América”, tal cual, sin complejos ni de inferioridad ni de superioridad. Solo así podremos interactuar con los demás países en forma equilibrada, en base a relaciones de reciprocidad e interdependencias, asegurando una identidad y autoestima que gocen de buena salud. A nivel político, esto parte por desarrollar consciencia y compromiso, junto con establecer mecanismos permanentes de coordinación y articulación entre el Ministerio de Educación y el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, para lograr políticas culturales y educacionales que sean compatibles y coherentes, respetuosas con las culturas locales y territorios de cada rincón de Chile. De lo contrario seguiremos contradiciéndonos y autoengañando por falsos proyectos políticos y educacionales, por muy “modernos” e innovadores que parezcan ser.
Con todo, tampoco hay que olvidar que estamos en pleno siglo XXI y en plena «era digital». Esto exige que la educación tenga que buscar un adecuado equilibrio frente a la doble realidad analógica-digital ─presencial-telemática─ característica del presente-futuro de Chile y el mundo. Los desafíos son grandes y exigentes, sin duda, toda vez que nos invitan a aprender a vivir y convivir en un mundo cibernético que sea compatible con la esencia humana, la vida natural y medio ambiente en general. Entonces la educación también debe considerar contenidos y metodologías que sean pertinentes al respecto. No hay que olvidar que las actuales y futuras generaciones ya son hijos/as de esta “nueva realidad” multidimensional, analógica-digital, natural-artificial, orgánica-cibernética.
[1] Neologismo que se refiere a un sistema de vida gobernado predominantemente por el mercado. Por extensión, “cultura mercocéntrica” se refiere a lo mismo, cuando el mercado opera como centro y eje de todo lo demás.
[2] En realidad, hay que precisar que no necesariamente se trata de trastornos y/o catástrofes naturales sino humanos, debido a desequilibrios generados por la acción del hombre (sin la participación directa de la mujer).