Descentrados Chile

Lo público y lo privado

Fotografía: Getty Imagenes

Por Álvaro Quezada Sepúlveda
Profesor y Magíster en Filosofía, mención axiología y filosofía política, Universidad de Chile.

El escándalo gobierna el mundo de las historias noticiosas. Son éstas las historias que dirigen la llamada “opinión pública”, lo que se dice y, por extensión inferida, lo que se piensa y lo que se cree. Todo ello para regocijo de los medios, cuyo fin no es informar, salvo accidentalmente, sino sorprender y, por qué no reconocerlo, escandalizar.

De pronto, hemos caído en cuenta de que los asuntos públicos se han salido de madre: han escapado de nuestro control. Lo que creímos ordenado, previsto, normado y vigilado, y confiable para el ciudadano común, se ha mostrado como una conjura siniestra organizada por élites económicas y políticas para controlar las decisiones políticas y judiciales cuyas consecuencias afectan a todos.

No ha sido ingenuidad; sabíamos del operar subterráneo de familias y grupos económicos que controlan sin contrapeso lo que se decide en el Congreso y en tribunales. Podíamos tolerar el tráfico de influencias hasta cierto nivel: fulano, hijo del coronel, ocupa una plaza libre en la cámara; familiares de diputados y senadores fundan notarías u ocupan cargos con sueldos jugosos en ministerios y municipalidades. Nadie llega mostrando el currículo. Eso era lo de menos: “lo hacemos después, no te preocupes”. Para qué hablar del cuoteo, admitido y fomentado por bancadas y grupos opuestos, animados a cumplir con ciertos acuerdos para obtener, a su vez, sus propios beneficios.

Los límites se han desbordado con la evidencia del fraude, esto es, con la concertación de estos intereses privados (económicos y políticos) para obtener beneficios tributarios y ganancias ilegales mediante cohecho. Ahí surge la rebelión de ciertos moralistas. Sospecho que la reacción no responde sino al deseo de mantener los dos ámbitos separados, esto es, a que, si bien se toleren los enjuagues, estos no rebasen hacia el delito expreso de policías y militares con sus gastos reservados, o a untar algunos funcionarios para obtener información reservada.

Lo que está juego aquí, a mi parecer, es que lo privado ha inundado las cuestiones públicas, al extremo de convertir todo en juego de grupos y familias que compiten entre sí para obtener lealtades del aparato público. Sabíamos que la actuación moral por lealtad tenía lugar por filiación sanguínea o por amistad antigua (o incluso reciente), o por contraer deudas. Si alguien hace un favor a otro, generalmente lo convierte en alguien leal y confiable, y, a su vez, se siente con el derecho de cobrar esa deuda con un favor conveniente. Sucede en las familias, entre amigos, en los clubes, en las cofradías, en las logias, en todas partes en que son posibles las relaciones sociales. No hay principios morales ni normas generales si se trata de hacer un favor a alguien con quien estamos en deuda. Y luego esperamos igual retribución si necesitamos de ello.

Una jueza debe su nombramiento en la suprema a un presidente que, a través de su Ministro del Interior y de un abogado de su confianza, le deja claro que necesitará de su presencia en sala y de su voto para aprobar determinadas iniciativas. En lo privado es común y corriente, moneda de cambio, pero en asuntos públicos se ve como corrupción, como influencia indebida, como cohecho. ¿Por qué? Porque se espera que en los asuntos que competen a la administración del Estado se exija más transparencia, y que las cosas no se hagan como en la empresa familiar, en la que se contrata a fulano porque es familiar, amigo o porque se está en deuda con alguien; en este ámbito debe demostrarse competencia e idoneidad para el cargo. Se espera que aquí sí se respete la ética empresarial, o de negocios.

Esta vez el escándalo estalló porque los bandidos han pasado un límite de influencia en función de la estafa y el fraude, sobre todo contra el Estado, usando con sus funcionarios el mismo mecanismo de “deuda, ergo lealtad”. Han recabado información reservada de la policía, de los contralores tributarios y de los tribunales para satisfacer los intereses de su representados, y han usado el cohecho y la oferta de favores para comprar lealtades que les permitan impunidad.

Hay acuerdo ahora entre las élites en que más vale poner las cosas de nuevo en su lugar. Lo privado con sus normas y lo público con las suyas. Como en aquel chiste de la orgía, en que uno de los varones recibe una caricia un poco atrevida de otro del mismo sexo y reclama: “Oye, pongámonos de acuerdo”.