Descentrados Chile

Sociedad, comunidad y solidaridad en la educación chilena

Foto: Ophelia Ailehpo

Por Juan Pablo Correa Salinas

Psicólogo social. Analista del discurso. Investigador de las relaciones de reconocimiento, violencia y poder y sus efectos en los procesos de subjetivación. 

Aunque en un sentido jurídico y político todas las personas nacen en una sociedad, en un sentido psicológico y cultural ese proceso se realiza dentro de una comunidad. Siendo entidades diferentes, comunidad y sociedad se cruzan en la existencia social de los seres humanos. Históricamente han existido colectivos humanos que no distinguen entre sociedad y comunidad. Quienes han vivido en esos colectivos no han tenido otra experiencia de convivencia social que la que les ofrece la interacción dentro de su comunidad. La emergencia de la sociedad como una entidad distinta de la comunidad es un logro tardío en la historia humana. Ofrece a las personas la posibilidad de trascender su adscripción originaria a una cultura y a un cuerpo de valores específicos. En este sentido, la sociabilidad extracomunitaria amplía la libertad humana. En las sociedades modernas, el vínculo societal es independiente del lazo comunitario, de tal manera que pueden coexistir varias comunidades en una misma sociedad. Por definición, las sociedades democráticas modernas son pluricomunitarias. Esto significa que respetan y promueven la existencia de diferentes concepciones de la vida buena y, por lo mismo, legitiman varias opciones valóricas en la definición de las identidades, vínculos y proyectos de vida de las personas. Simultáneamente, las sociedades democráticas liberales incluyen integrantes que no se identifican por completo con una comunidad o lo hacen con elementos de varias de ellas al mismo tiempo.

En su artículo “Comunidades postradicionales. Una propuesta conceptual”, el filósofo social de la Escuela de Frankfurt Axel Honneth -quien ha dedicado gran parte de su trabajo al desarrollo de la teoría hegeliana del reconocimiento- propone concebir la comunidad como un “patrón de integración social que permite que los sujetos se reconozcan de forma recíproca con sus obras y capacidades porque comparten convicciones de valores comunes” (Honneth, 2009, p.298). Esos valores comunes, organizan las concepciones de la vida buena que caracterizan a las distintas comunidades. Aunque Honneth destaca los valores ético-morales en la organización de las comunidades, los valores estéticos y epistémicos parecen jugar un papel igualmente relevante en esta tarea. 

Michael Walzer, filósofo político estadounidense, autor de una teoría de la justicia compleja1, sostiene que la moralidad forma parte de la cultura como cualquier otro conjunto de valores. En este sentido, la moralidad está enredada con la costumbre y, por ende, con las cuestiones estéticas y epistémicas. Walzer ha realizado una distinción interesante entre dos formas de moralidad que él mismo designa con las expresiones “densa” y “tenue”: 

“La moralidad es densa desde el principio, culturalmente integrada, completamente significativa, y se revela tenue sólo en ocasiones especiales, cuando el lenguaje moral se orienta hacia propósitos específicos” (Walzer, 1996, p.37). 

La densidad moral es una condición constitutiva de toda comunidad y supone cierto grado de impureza. Según Walzer, los valores morales se aprenden vinculados a las tradiciones culturales transmitidas de una generación a otra, generando las subjetividades personales y las confianzas interpersonales en la socialización común. Esto significa que el aprendizaje moral es siempre singular, es decir, está histórica y culturalmente situado. Los seres humanos se constituyen en sujetos morales al ser socializados en comunidades específicas, como seres humanos de determinado tipo. No existe una socialización estándar que genere personas humanas en general, a partir de patrones o principios morales universales. 

Citando a Annette Baier, Richard Rorty, el filósofo pragmatista, vincula la idea de densidad moral de Walzer a la construcción de la confianza intracomunitaria:

“Según Baier, la moralidad comienza, no como una obligación, sino como una relación de confianza entre los miembros de un grupo estrechamente vinculado, tal como una familia o un clan. Comportarse moralmente es hacer lo que surge de manera natural en el trato con padres o hijos o los compañeros de clan. Viene a ser respetar la confianza que ellos han depositado en ti. La obligación, como algo opuesto a la confianza, surge en la escena sólo cuando nuestra lealtad al pequeño grupo entra en conflicto con nuestra lealtad a un grupo más amplio” (Rorty, 1998, p.109).

En opinión de Walzer, una moral tenue puede ser destilada recogiendo los aspectos nucleares de una perspectiva moral determinada y, en la medida en que estos coincidan con aspectos nucleares de la perspectiva moral de otras comunidades, pueden sostener la arquitectura institucional y legal de la sociedad en la que esos colectivos participan. Se trata de los mínimos morales que legitiman y orientan las instituciones y las leyes (una moral de los derechos humanos, por ejemplo). La moralidad intracomunitaria sólo se transforma en moralidad intercomunitaria cuando la densidad valórica de cada comunidad destila alguna forma de moralidad tenue, en la que se cruzan las diferentes concepciones de la vida buena que coexisten en una sociedad. En este sentido, por ejemplo, comunidades con diferentes creencias religiosas o sin creencias religiosas, pueden coincidir en su adscripción a una moral de los derechos humanos. Su lectura densa de esa moral será distinta en cada caso, pues se encontrará asociada a creencias y/o costumbres diferentes, pero podrá coincidir con la de otras comunidades en la dimensión práctica del respeto por los derechos mutuos. En palabras de Baier y Rorty: se amplía el círculo de confianza. Destilar moralidades tenues es lo que permite superponer perspectivas morales distintas y, por lo tanto, articular la coexistencia de comunidades diversas. Richard Rorty comenta la distinción de Walzer entre moralidad densa y tenue de la manera siguiente:

“El contraste de Walzer entre moralidad densa y tenue es, entre otras cosas, un contraste entre las historias concretas y detalladas que puedes contar acerca de ti mismo como miembro de un grupo pequeño y la historia relativamente esquemática y abstracta que puedes contar como ciudadano del mundo. Sabes más sobre tu familia que sobre tu ciudad, más sobre tu ciudad que sobre tu nación, más sobre tu nación que sobre la humanidad en conjunto, más sobre el ser humano que sobre las criaturas vivientes. Te encuentras en una mejor posición para decidir qué diferencias entre individuos son moralmente relevantes cuando estás tratando con aquellos a los que puedes describir densamente, y en una peor posición cuando tratas con los que sólo puedes describir de manera tenue”. (Rorty, 1998, p.110).

Rorty considera posible ampliar la propia identidad moral identificándose con colectivos más extensos que aquel en el que se fue socializado inicialmente, aprovechando la superposición de valores que a veces se produce entre diferentes perspectivas morales. Esta moralidad superpuesta (tenue) que está en la base del orden normativo de una sociedad compleja (pluricomunitaria), requiere de los procesos de subjetivación que se realizan por medio de moralidades densas para poder expresarse:

“Cuando personas cuyas creencias y deseos no se superponen demasiado tienen un desacuerdo, cada uno tiende a pensar que el otro está loco o, más amablemente, que es irracional. Cuando existe una superposición considerable, pueden acordar disentir y considerarse uno a otro como la clase de persona con la que uno puede vivir y, eventualmente, el tipo de persona de la cual uno puede ser amigo o con la que uno puede casarse, etc.” (Rorty, 1998, p.121).

Desde este punto de vista, afinidad emocional, confianza y racionalidad se superponen, es decir, cuando se comienza a ser leal a una comunidad más extendida, también se amplía la propia racionalidad. Esto es así porque al ser significativa la superposición de creencias y deseos entre personas y/o comunidades, estas dejan de pensar en hacerse la guerra o emplear la fuerza impositiva con los demás, asumiendo en cambio aquellas prácticas de negociación de sus diferencias que les permiten vivir en paz cuando se vinculan al acuerdo alcanzado. Es decir, se consideran mutuamente dignos de confianza. En la perspectiva rortyana, la razón deja de ser concebida como fuente de autoridad y es interpretada como la búsqueda de acuerdos por medio de la persuasión. Las mismas creencias que organizan la identidad de una persona haciéndola leal a una comunidad densa, pueden darle razones para participar cooperativamente en un colectivo más amplio (menos denso). Es interesante considerar que la moral tenue no tiene una existencia a priori como moral universal. No responde, por ejemplo, a una condición humana esencial. Sin embargo, puede aspirar a universalizarse cuando es asumida por cada vez más personas. En este último caso, su universalidad no obedece a una condición transhistórica sino, por el contrario, es el resultado contingente de su historicidad proyectada sobre colectivos cada vez más extensos2

Este proceso de readaptación valórica a través de la amplificación de las identificaciones comunitarias expresadas en una moral cada vez más ligera, se expresa también en un cambio en los patrones de reconocimiento recíproco. En opinión de Honneth, los colectivos comunitarios y sociales se organizan por medio de la valoración recíproca de propiedades y/o capacidades diferentes:

“Son patrones distintos de reconocimiento recíproco que permiten determinar las diferencias entre ambas formas de socialización: para la integración social de una sociedad es relevante, se puede decir, que encuentren reconocimiento de modo recíproco aquellas propiedades que todos los integrantes comparten entre sí; en cambio, para la integración social de una comunidad importa que los integrantes se estimen recíprocamente por las propiedades o capacidades que les corresponden a cada uno como determinados sujetos o grupos de personas. Ahora, estimarse recíprocamente significa mantener entre sí relaciones de solidaridad: pues brindar solidaridad a alguien quiere decir, considerarlo/a como una persona cuyas propiedades tienen valor para una praxis común de vida. Por eso, las relaciones sociales a las que nos referimos cuando hablamos de ‘comunidades’ son siempre relaciones de solidaridad: en ellas brindo al otro más que respeto o tolerancia, al saber que mis metas de vida son facilitadas o enriquecidas por sus capacidades” (Honneth, 2009, p.297)3

La sociedad puede ser entendida entonces como un esfuerzo de universalización sin imposición. Me refiero al esfuerzo que realizan las comunidades y las personas que con ellas se identifican, para negociar los detalles de sus prácticas de convivencia a partir del núcleo moral que comparten. Walzer lo plantea del modo siguiente:

“(…) nuestra común humanidad nunca nos constituirá en miembros de una única tribu universal.  La comunalidad que resulta crucial a la raza humana es el particularismo: todos nosotros participamos en culturas densas que nos son propias.  Con el final del gobierno imperial y totalitario podemos al menos reconocer esa comunalidad y comenzar con la difícil negociación que requiere.” (Walzer, 1994, p.114).

En este sentido, las sociedades democráticas se destacan como espacios de interacción regulados institucionalmente a través de procedimientos de decisión que se construyen por medio de la deliberación y la negociación. En ellas, las relaciones agonistas (entre adversarios) reemplazan las relaciones antagonistas (entre enemigos) y la política ocupa el lugar de la guerra. La confrontación por medio de la fuerza puede ser reemplazada entonces por la disposición a entenderse por medio de la persuasión y el aprendizaje recíproco. En esta última tarea, el razonamiento, la argumentación y el pensamiento crítico pueden ocupar un lugar destacado. Para que eso ocurra los actores políticos deben asumir una identificación intensa con las instituciones democráticas y sus procedimientos de decisión mayoritaria, como han señalado reiteradamente Ernesto Laclau y Chantal Mouffe4. Esta identificación implica la presencia activa de una moral tenue en las conversaciones e interacciones políticas. Así, la distinción entre personas que importan más y personas que importan menos5 puede obedecer a criterios más ampliamente compartidos que los de las comunidades densas de las que surgieron. 

En esta tarea, el pensamiento crítico tiene un papel fundamental, pues permite que los consensos y acuerdos alcanzados en cualquier área del pensamiento y la reflexión colectivos, asuman su carácter provisional e hipotético. Tanto la comunidad científica como la comunidad de enseñanza-aprendizaje -las que se implican recíprocamente en las comunidades académicas de los colegios y las universidades- pueden ser concebidas como proyectos morales, en los que prevalece una solidaridad tenue antes que la búsqueda de una representación exacta y definitiva de la realidad. En su artículo “La ciencia como solidaridad”, Richard Rorty reflexiona sobre lo que ocurriría con las sociedades contemporáneas si se aceptara esta forma de entender la situación descrita: 

“(…) ya no se pensaría que los términos que designan las disciplinas dividen ‘materias’, trozos del mundo que tienen ‘interfases’ entre sí. Más bien, se consideraría que designan comunidades cuyos límites son tan fluidos como los intereses de sus miembros. En esta época de apogeo de lo difuso, habría tan pocas razones para preocuparse por la naturaleza y estatus de la propia disciplina como, en la sociedad democrática ideal, por la naturaleza y estatus de la propia raza o sexo. Y es que nuestra lealtad última sería para con la comunidad general que permite y estimula este tipo de libertad y despreocupación.” (Rorty, 1996, p.69).

Desgraciadamente, la situación descrita por Rorty a principios de la década del 90 en los Estados Unidos, no corresponde a la realidad de ese país hoy, ni se ajusta tampoco a la realidad de la educación y la política chilena en nuestros días. No vivimos hoy en el “apogeo de lo difuso”. Por el contrario, las expresiones más dogmáticas -moralmente densas- de las comunidades de nacimiento se han parapetado6 en los colegios, universidades, medios de comunicación, instituciones políticas y políticas públicas. La conversación democrática y el pensamiento crítico han cedido sus lugares al lenguaje impositivo y a la guerra de convicciones, en donde prevalecen los dogmas y fundamentalismos de todo tipo. Al conservadurismo tradicional que lee el género a partir de la condición sexuada del cuerpo, a las culturas indígenas como formas primitivas de existencia carentes de valor, a las creencias religiosas como interpretaciones incuestionables de la existencia humana, a las versiones de la historia escritas por los vencedores exclusivamente, a la interpretación machista de la cultura, etc., se opone hoy un conservadurismo woke7 que lee el sexo a partir de la identidad de género, que asigna a las culturas indígenas una sabiduría ancestral incuestionable, que concibe las creencias religiosas tradicionales sólo como legitimaciones de relaciones de dominación, que desconfía de todas y cada una de las afirmaciones históricas instaladas en las conversaciones, rituales  y monumentos que existen en el país, que ofrece una crítica hembrista del machismo que no logra superarlo, etc. Ambas formas de conservadurismo, el tradicional y el woke, se alejan de la comunidad tenue que requiere la sociedad democrática liberal para funcionar adecuadamente.  

Existen dos grandes tareas pendientes en el proceso de desarrollo de la educación y la política democrática en nuestro país. La primera tarea es la universalización de una cultura de los derechos humanos que nos permita construir relaciones de reconocimiento recíproco que validen en toda circunstancia la existencia de otros seres humanos, así como su derecho a participar en conversaciones y debates de ideas como interlocutores legítimos8. La segunda tarea es el desarrollo de conversaciones críticas que nos permitan abordar sin tabúes, censuras ni descalificaciones, aquellos temas que resultan polémicos por su complejidad epistémica, sus consecuencias morales, sus implicaciones estéticas, etc. Ambas tareas suponen la identificación mayoritaria de nuestra sociedad con las instituciones democráticas, asumiendo la necesidad de avanzar en la profundización y ampliación simultánea de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y medioambientales de toda la ciudadanía. 

La iniciación de las chilenas y los chilenos en el conocimiento y práctica de los DDHH y, complementariamente, en el desarrollo del pensamiento crítico, es tarea de las escuelas primero y de las instituciones de educación superior en segundo lugar. Sin embargo, existen en Chile colegios y universidades confesionales en los que la defensa dogmática de determinadas ideas es una práctica validada institucionalmente. En ellas es tabú asumir una crítica de esas mismas ideas, lo que no sólo es una contradicción sino, también, un obstáculo para la realización de ambas empresas.   

 

Referencias: 

 

  • Honneth, A. (2009) Crítica del agravio moral. Patologías de la sociedad contemporánea. Capítulo VIII “Comunidades postradicionales. Una propuesta conceptual”, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina, pp.292 – 305.
  • Rorty, R. (1991) “La ciencia como solidaridad” en Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona: Paidós, 1996, pp.57 – 69.
  • Rorty, R. (1997) “La justicia como lealtad ampliada” en Pragmatismo y política. Barcelona: Paidós, 1998, pp.105 – 124.  
  • Walzer, M. (1994) Moralidad en el ámbito local e internacional, Madrid: Alianza.

 

  1.  Michael Walzer presenta su teoría de la justicia en Walzer, M. (1983) Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad. México: Fondo de Cultura Económica, 1997.
    ↩︎
  2.  Todas las comunidades se encuentran en una paradoja. Por una parte, buscan la universalización de sus creencias y valores y, por la otra, sólo pueden alcanzar esa condición si sus convicciones se hacen cada vez más delgadas (tenues) y se superponen con los valores y creencias de otras comunidades. En alguna medida entonces, una comunidad sólo alcanza su propósito en el proceso de disolverse. 
    ↩︎
  3.  En 1997 Michael Walzer publicó su libro Tratado sobre la tolerancia (Barcelona: Paidós, 1998). En él distingue diferentes grados de tolerancia, los que van desde la resignación al entusiasmo. En este último estadio, la tolerancia es bastante más que la aceptación estoica del otro (es decir, más o menos lo que el sentido común entiende por tolerancia). El entusiasmo por el otro implica una identificación mutua en la que las personas aprenden y se desarrollan recíprocamente. Esta idea está muy cerca de lo que Honneth entiende por solidaridad (el vínculo base de las relaciones comunitarias).
    ↩︎
  4.  Laclau, E. y Mouffe, Ch. (1985) Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina, 2004.
    ↩︎
  5.  Todos los colectivos humanos, tanto comunidades como sociedades, hacen distinciones de este tipo. También las hacen las personas, en términos individuales. En especial cuando deben enfrentar situaciones difíciles como una hambruna o una guerra. Afortunadamente, una parte significativa de la humanidad ha ido desarrollando un enfoque cada vez más inclusivo de la importancia de las personas, con independencia de su etnicidad, nacionalidad, estratificación socioeconómica, género, religión, opción política, orientación sexual, educación, etc. Este enfoque se pone de manifiesto con especial claridad en el discurso contemporáneo sobre los derechos humanos (civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y medioambientales). Desgraciadamente, la contradicción entre el discurso y las prácticas políticas puede ser muy grande. El auge de gobiernos iliberales o neofascistas en países con democracias liberales, así como las agresiones genocidas de un país sobre otro, son hoy la máxima negación del enfoque de derechos humanos. En cualquier caso, tampoco las perspectivas morales más inclusivas resuelven por completo los dilemas morales. Cuando los recursos de los que disponemos para alimentación, seguridad, salud, etc. no alcanzan para todos, necesariamente debemos elegir a quienes les serán asignados prioritariamente (incluida la elección del criterio con que realizaremos nuestra elección).
    ↩︎
  6.  Ha sido una constante en la historia de Chile el empeño de determinadas comunidades por copar la conversación pública, las instituciones y las leyes -además de las políticas públicas- con sus convicciones y prácticas singulares. En la historia de nuestro país ha existido desde el principio una cultura hegemónica autoritaria, dogmática, impositiva y conservadora que ha resistido el desarrollo y ampliación progresiva de nuestra democracia liberal. 
    ↩︎
  7.  Con la expresión “conservadurismo woke” aludo a una forma de conservadurismo que asume la existencia de racionalidades específicas para identidades específicas, las que interpreta como inconmensurables entre sí. A diferencia de otras formas de conservadurismo, el woke fija la identidad de maneras diversas, pero no por eso menos específicas. A veces lo hace a partir de las experiencias subjetivas: sentirse esto o lo otro (mujer u hombre, por ejemplo). Otras veces lo hace a través de la biología (fijando la condición de mujer a la de hembra, por ejemplo): “solo las mujeres biológicas pueden ser feministas, los hombres pueden ser sus aliados y acompañarlas en algunas movilizaciones, pero sin quitarles protagonismo”. También por medio de la validación de determinadas tradiciones: “no es correcto que la cultura tradicional de los pueblos ancestrales sea apropiada por quienes no pertenecen a esos pueblos para sus propios fines (estéticos, por ejemplo)”.
    ↩︎
  8.  Hace un par de meses, el diputado Johannes Kaiser, precandidato presidencial, declaraba en un programa de televisión que no le interesaba el respeto de los DDHH de violadores, sicarios, etc. cuando se encontraban encarcelados por sus delitos. Que su única preocupación es el respeto de los derechos humanos de las víctimas de estos. Aún más recientemente, la precandidata presidencial Evelyn Matthei declaraba en un programa de radio que los muertos (por tortura, fusilamientos sumarios, asesinatos, etc.) en los primeros años del golpe de Estado de 1973, fueron “inevitables”. Una cultura de los DDHH es aquella en la que se asume que no existen circunstancias políticas que otorguen legitimidad a este tipo de prácticas.
    ↩︎