Por Camilo Bass del Campo
Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria (Universidad de Concepción) y en Salud Pública. Magíster en Administración de Salud. Desempeño académico en el Programa de Salud Colectiva y Medicina Social de la Escuela de Salud Pública (Universidad de Chile), dedicado a los temas de: Docencia y Atención Primaria de Salud, Talento Humano en Salud, Seguridad Social y Políticas Públicas.
Hablar de medios de comunicación es adentrarse en una trama densa donde se entrelazan la información, la subjetividad y el poder. Más que simples canales de transmisión de noticias, los medios son arquitectos de realidades: seleccionan, jerarquizan y encuadran los hechos de manera que ciertas versiones del mundo se presentan como naturales, inevitables, mientras otras son invisibilizadas o deslegitimadas. Esta construcción simbólica, que muchas veces se reviste de objetividad, está profundamente atravesada por intereses económicos, políticos e ideológicos que rara vez son transparentados hacia quienes acceden a esta información.
Desde la mirada de la salud colectiva, esta capacidad modeladora resulta especialmente significativa. No se trata solo de cómo se comunica la salud, sino de cómo se construyen imaginarios colectivos sobre lo sano y lo enfermo, lo digno y lo descartable, lo normal y lo anormal. Es a través de estas narrativas que se configuran las fronteras de lo que es considerado un derecho o un privilegio, un bien común o una mercancía.
Siguiendo a Antonio Gramsci, los medios de comunicación actúan como dispositivos de hegemonía cultural, construyendo consensos que legitiman las desigualdades existentes al naturalizar los intereses de las élites como si fueran verdades universales. Esta hegemonía opera de manera silenciosa, penetrando en el sentido común, moldeando percepciones y comportamientos, hasta hacer que la injusticia estructural parezca parte del orden natural de las cosas. Noam Chomsky complementa esta visión mostrando cómo, en las democracias capitalistas, los medios no solo reflejan la estructura de poder, sino que la reproducen activamente al manufacturar el consentimiento social: seleccionando los temas de agenda, enmarcando las noticias de determinadas maneras y omitiendo sistemáticamente las voces que desafían el statu quo.
En el ámbito de la salud, esta operación ideológica es particularmente visible. Desde hace décadas, los grandes medios chilenos han instalado un relato que asocia eficacia, calidad y modernidad con el sector privado, mientras representa al sistema público como sinónimo de precariedad, retraso e ineficiencia. Este relato no es el resultado de un análisis neutral ni de un diagnóstico técnico desapasionado, sino de intereses económicos profundos que buscan apuntalar la mercantilización de la salud y de la vida, transformando un derecho social en un objeto de consumo accesible solo para quienes pueden pagar.
El modelo de salud neoliberal chileno, instaurado a sangre y fuego durante la dictadura, encontró en los medios de comunicación un aliado estratégico para su consolidación. Se omitió deliberadamente el desfinanciamiento crónico del sistema público, se invisibilizaron las prácticas discriminatorias y excluyentes de las ISAPREs, y se silenció la histórica capacidad del Servicio Nacional de Salud (el primero en América Latina), para garantizar acceso equitativo antes de su desmantelamiento. En su lugar, se promovió una narrativa donde la salud se presenta como una cuestión de elección individual y no de justicia social, negando así la profunda determinación social que configura el proceso salud-enfermedad-atención-cuidado.
Este encuadre mediático tiene efectos concretos y persistentes. Debilita el apoyo ciudadano a las reformas estructurales que buscan fortalecer el sistema público; refuerza percepciones que asocian lo público a lo insuficiente; y favorece la internalización de una subjetividad neoliberal que concibe la salud como una responsabilidad individual y la atención médica como una mercancía a la que se accede en función del poder adquisitivo. Así, se vacía de contenido transformador la idea de un sistema de salud universal, gratuito y solidario, desplazando la noción de derecho por la de privilegio o mérito personal.
Sin embargo, los efectos de esta hegemonía comunicacional no se limitan al nivel de las políticas públicas o de la arquitectura institucional del sistema sanitario. Penetran profundamente en las formas en que las personas experimentan salud, enfermedad y dignidad. Se promueve una cultura de culpabilización de las personas que enferman, desresponsabilizando a las estructuras sociales que condicionan la salud (condiciones de trabajo, acceso al agua potable, calidad de la vivienda, seguridad alimentaria) y reforzando lógicas de exclusión y estigmatización.
Desde la salud colectiva, se entiende que disputar esta hegemonía no es un desafío secundario, sino parte fundamental de la construcción de sociedades más justas, democráticas y solidarias. No basta con denunciar las inequidades materiales del sistema de salud; es imprescindible desmontar los relatos que las naturalizan y las perpetúan. Ello implica construir contra narrativas que visibilicen la determinación social de la salud, que desarmen las falsas neutralidades tecnocráticas, que recuperen los saberes ancestrales y populares como formas legítimas de conocimiento y acción, y que promuevan la organización comunitaria como herramienta de resistencia y de creación de nuevos sentidos.
Revertir la colonización mediática de la salud exige fortalecer medios alternativos, comunitarios e independientes, comprometidos con una comunicación al servicio de la vida digna y no de la rentabilidad del mercado. Exige también formar una ciudadanía crítica, capaz de leer los medios no como espejos neutrales de la realidad, sino como campos en permanente disputa política e ideológica. Solo una ciudadanía crítica puede romper con el espejismo de la “libre elección” en salud y reconocer que, sin justicia social, toda elección es una ilusión.
Hoy más que nunca, en un escenario marcado por sobreinformación, fragmentación y crisis de los proyectos colectivos, la comunicación se vuelve un terreno estratégico de lucha. La construcción de un sistema de salud verdaderamente universal, gratuito y solidario no será posible sin una transformación cultural profunda que recupere el valor de lo público, de lo común, de la salud como derecho inalienable y no como mercancía.
Esa transformación cultural requiere, inexorablemente, descentrar las narrativas hegemónicas que, día tras día, nos enseñan a aceptar la desigualdad como destino y la enfermedad como castigo individual. En esa tarea, las voces comunitarias, los medios populares y la educación emancipadora en salud no son elementos accesorios: son protagonistas de un proyecto colectivo de liberación. Torcer los relatos dominantes es, en definitiva, una tarea de salud pública: una lucha por el sentido, por la dignidad y por la vida misma.