Descentrados Chile

Entre la tiza y el algoritmo: tensiones generacionales, poder pedagógico y dignidad docente en la escuela colombiana

Fotografía: Néstor Alonso

Por:

Katherine Tovar Briñez 

Doctora (c) En Ciencias de la Educación, Universidad de Panamá (Pan)

https://orcid.org/0009-0005-0641-0486 

Edwin Tovar Briñez

Postdoctor en Metodología de la Investigación, Ipecal (Mex)

https://orcid.org/0000-0001-9116-6839 

 

En los patios escolares de Colombia se respira una tensión latente. Entre maestros que portan décadas de experiencia y estudiantes nacidos en la era del algoritmo, se teje un conflicto silencioso que va más allá del aula: es una disputa simbólica por el sentido de la educación, la legitimidad del saber y el ejercicio del poder en la escuela. No se trata solo de diferencias de edad, sino de rupturas culturales, epistemológicas y emocionales. ¿Qué significa enseñar en un mundo que cambia más rápido que los programas escolares? ¿Cómo preservar la dignidad del magisterio cuando las condiciones institucionales, sociales y políticas parecen conspirar contra ella?

Durante gran parte del siglo XX, el maestro fue considerado una figura central del proceso educativo: orientador, transmisor del saber legítimo, guía moral y político. Sin embargo, en la actualidad, esa autoridad se encuentra en constante disputa. Las nuevas generaciones ya no asumen como incuestionable la palabra del profesor. No estamos simplemente ante una crisis de valores, como suele afirmarse con ligereza; lo que vivimos es una transformación profunda en la forma como los sujetos se relacionan con el conocimiento y con las figuras que lo representan. Por ende es válido afirmar que la autoridad pedagógica ya no se da por supuesta: debe ser construida y legitimada permanentemente. En un contexto marcado por el acceso inmediato a la información, el docente ha dejado de ser el centro exclusivo del saber para convertirse en un mediador, un diseñador de experiencias, un orientador en medio de la sobreabundancia (Pozo, 2016 ). Esta transformación, sin embargo, ha generado tensiones reales: los estudiantes cuestionan más, desafían más, demandan ser escuchados. Y algunos docentes, formados en una tradición vertical, sienten que pierden el control. Se generan así fricciones que escalan con facilidad hacia conflictos disciplinarios, desmotivación mutua o incluso rupturas afectivas y pedagógicas difíciles de sanar.

Estas tensiones se ven agravadas por las condiciones estructurales que atraviesan a la escuela pública colombiana. El magisterio ha sido históricamente precarizado: bajos salarios, sobrecarga administrativa, escaso reconocimiento profesional, estigmatización social. A esta precariedad se suma la desconexión institucional con las realidades juveniles actuales. Currículos obsoletos, metodologías rígidas, evaluaciones estandarizadas y espacios escolares que no dialogan con los intereses, lenguajes ni contextos de los estudiantes. El resultado es una creciente sensación de irrelevancia tanto en quienes enseñan como en quienes aprenden tienen que ver con la dinámica actual en donde la escuela reproduce muchas veces una cultura que ya no es significativa para los jóvenes, y eso fractura la relación pedagógica desde su base. La brecha generacional, entonces, no es solo una diferencia de edades: es una fractura cultural que pone en tensión los sentidos, los afectos y las formas de estar juntos en el aula.

Pero no todo está perdido. En medio de estas grietas también se abren posibilidades. Las tensiones, si se leen con atención, pueden ser oportunidades para renovar las prácticas pedagógicas, repensar el lugar del maestro y resignificar la relación con los estudiantes. El docente que investiga, que se forma, que publica, que se presenta en congresos y lidera proyectos no solo protege su dignidad profesional: encarna la defensa de la docencia como campo intelectual legítimo y necesario. En un país donde incluso se intenta deslegitimar títulos obtenidos en el exterior, donde algunas universidades e instituciones desconocen los logros académicos de quienes se han formado fuera del país, el mejor camino es blindarse con producción académica sólida, ética profesional y una actitud propositiva. Debemos ser más astutos, ir un paso adelante, no para defendernos desde la sospecha, sino para sostener con hechos el valor de nuestra labor.

Al mismo tiempo, es indispensable revisar la relación con los estudiantes desde una pedagogía del reconocimiento. Ellos no son el problema: son parte del presente y del futuro. Escuchar sus voces, comprender sus formas de habitar el mundo, incorporar sus lenguajes, construir saberes significativos de forma conjunta, no solo humaniza el acto pedagógico, sino que reactiva su potencia transformadora (Freire, 1997). La autoridad no se impone; se construye con coherencia, escucha y creatividad. El respeto no es jerarquía rígida, sino reciprocidad. Y el poder pedagógico no es dominio ni control: es capacidad de generar sentido.

Preguntarse hoy quién tiene el control en la escuela no puede seguir siendo un ejercicio de afirmación vertical. Si el aula se convierte en campo de batalla entre generaciones, todos pierden. Pero si logramos construir una ética educativa compartida, donde docentes y estudiantes se reconozcan mutuamente como sujetos históricos, políticos y sensibles, entonces el aula recupera su condición de territorio común, de espacio de posibilidad. El control no puede ser más importante que el vínculo; la disciplina no puede borrar la emoción; la evaluación no puede desplazar el aprendizaje real. El desafío no está en recuperar un pasado idealizado, sino en crear nuevas formas de habitar el presente.

En un país que ha maltratado históricamente a sus educadores y que hoy incluso cuestiona sus logros académicos, es urgente defender la dignidad docente desde la práctica, desde la palabra, desde la acción colectiva. Pero también es urgente que el magisterio mire a los estudiantes con otros ojos: no como amenazas, sino como aliados. Porque en última instancia, la escuela es uno de los últimos espacios donde aún es posible imaginar un futuro común. Y para que ese futuro sea justo y digno, necesitamos docentes formados, críticos y sensibles; estudiantes escuchados, potentes y activos; y un Estado que respalde, no que debilite.

La pregunta por el control no se resuelve con más normas ni con más sanciones. Se resuelve con más escucha, más sentido, y más humanidad.

 

Referencias: 

Freire, P. (1997). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica educativa. Paz e Terra.

Pozo, J. I. (2016). Aprender en tiempos revueltos: La nueva ciencia del aprendizaje. Alianza Editorial.