Por Camilo Bass del Campo
Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria (Universidad de Concepción) y en Salud Pública. Magíster en Administración de Salud. Desempeño académico en el Programa de Salud Colectiva y Medicina Social de la Escuela de Salud Pública (Universidad de Chile), dedicado a los temas de: Docencia y Atención Primaria de Salud, Talento Humano en Salud, Seguridad Social y Políticas Públicas.
En Chile, la segmentación del sistema de salud no es una novedad. Desde hace décadas, la coexistencia de un sector privado lucrativo y un sector público precarizado ha profundizado las desigualdades. Sin embargo, poco se ha dicho sobre cómo esta estructura también vacía de contenido la participación social, transformándola en una fachada sin poder real. La salud dejó hace tiempo de ser un derecho garantizado colectivamente; fue transformada en una mercancía, gestionada desde lógicas tecnocráticas y decidida por otros: el mercado, la élite política, las aseguradoras, los centros de poder económico.
La arquitectura institucional que sostiene este modelo no es fruto del azar, sino el resultado de una ingeniería neoliberal instalada en dictadura y perfeccionada en todos los gobiernos posteriores hasta nuestros días. El llamado modelo mixto, lejos de equilibrar derechos y libertad de elección, ha institucionalizado un sistema de privilegios. Las grandes clínicas y aseguradoras privadas acumulan utilidades millonarias mientras la red pública opera con déficits crónicos, y los equipos de salud resisten en condiciones laborales precarizadas. Pero más allá del problema de la desigualdad en el acceso, el nudo central de esta crisis radica en quién decide sobre la salud, cómo se toman esas decisiones y a quién sirven.
Porque no se trata solo de financiar servicios o aumentar coberturas, sino de comprender que estamos ante un modelo que ha secuestrado la soberanía sobre los cuerpos y los territorios. Los espacios institucionales destinados a la participación social han sido convertidos en mecanismos simbólicos, sin capacidad resolutiva. La llamada ciudadanía activa no incide, no planifica, no fiscaliza. Solo presencia, a veces, y solo cuando es funcional al relato institucional. En esta lógica, la democracia sanitaria se transforma en un ritual vacío, donde las decisiones clave siguen en manos de un pequeño círculo de expertos, tecnócratas o lobistas con trajes de académicos.
Este vaciamiento democrático no es solo un problema procedimental: tiene consecuencias materiales en las vidas concretas. La focalización tecnocrática de políticas públicas ha sido una herramienta para legitimar exclusiones. Los protocolos descontextualizados ignoran los saberes de las comunidades. La obsesión por resultados medibles ha desplazado la integralidad del cuidado. Y la salud colectiva ha sido desplazada por una visión biomédica fragmentada, medicalizada y, sobre todo, funcional al negocio. Bajo esta lógica, incluso las políticas que se presentan como avances, como el Régimen de Garantías Explícitas en Salud (GES, ex-AUGE), terminan consolidando la lógica de mercado: prestaciones paquetizadas, derivación de cuantiosos recursos públicos a privados.
Frente a este escenario, los territorios no han permanecido pasivos. Allí donde el Estado se retira o actúa como gestor de políticas excluyentes, emergen experiencias de salud comunitaria, redes de cuidado autogestionadas, organizaciones que sostienen la vida desde la solidaridad y la autonomía. No son solo prácticas asistenciales: son formas de disputar poder, de construir conocimiento, de reapropiarse del derecho a decidir. Son respuestas colectivas que interpelan la relación entre salud, territorio y poder, y que denuncian que sin participación vinculante no hay democracia real.
Transformar el sistema de salud exige entonces mucho más que voluntad política o mejoras administrativas. Requiere una ruptura ética y política con el paradigma mercantil que lo sostiene. Implica desprivatizar no solo los servicios, sino también las decisiones. Democratizar no solo el discurso, sino los mecanismos de planificación. Reconocer el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos no como un eslogan, sino como una práctica concreta de poder popular.
En tiempos de simulacro democrático, defender la salud como derecho implica abrir espacio a otras voces, a otros saberes, a otras formas de organización. Es tiempo de construir una democracia sanitaria desde abajo, donde las comunidades no solo sean escuchadas, sino que tengan capacidad real de transformar. Porque mientras el negocio de la salud siga decidiendo por nosotros, seguiremos enfermos de injusticia.