Por Ricardo Álvarez Espina
Egresado de Sociología, Escuela de Sociología, Facultad de Economía, Gobierno y Comunicaciones, Universidad Central de Chile. Docente voluntario en el preuniversitario popular José Carrasco Tapia, de la Universidad de Chile.
Esta columna se adentra en esos mapas ocultos a la vista que esconde la chilenidad, examinando cómo los relatos hegemónicos coexisten y colisionan con identidades subalternas. La memoria, la cultura y la resistencia cotidiana contribuyen a resignificar lo que significa ser parte de Chile. Más que una identidad uniforme, lo que emerge es un campo de tensiones donde lo regional, indígena y migrante interrumpe la homogeneidad oficial. Surge entonces la pregunta central: ¿existe realmente una identidad chilena o solo fragmentos en permanente disputa? La presencia de migrantes en Chile ha evidenciado con nitidez las tensiones inherentes a la construcción de una identidad nacional homogénea.
Georg Simmel (1908) conceptualiza al “extranjero” como aquel que, aunque habita la comunidad, permanece simultáneamente fuera de ella, ofreciendo un prisma para comprender la posición ambivalente de los migrantes: residentes permanentes que participan de la vida social, pero percibidos como distintos y, a menudo, como amenaza al orden cultural establecido. La figura del migrante se cristaliza en la reproducción de convenciones sociales dónde lo foráneo, más que un aporte en lo social o en lo económico, representa una amenaza para los discursos hegemónicos dominantes.
Balibar y Wallerstein (1988) complementan esta idea al señalar que la nación moderna se funda sobre procesos de homogeneización y exclusión. En el caso chileno, los discursos oficiales han articulado una chilenidad normativa que delimita quién pertenece y quién queda en los márgenes. María Emilia Tijoux (2011) aporta evidencia contemporánea sobre cómo el racismo estructural y los discursos mediáticos refuerzan esta exclusión, legitimando jerarquías de valor social y prácticas de segregación.
Estos enfoques permiten sostener que los migrantes no son meros sujetos en proceso de adaptación, sino catalizadores de un debate más amplio sobre ciudadanía, pertenencia y diversidad. Encarnan la tensión entre inclusión formal y exclusión perceptual, cuestionando la supuesta uniformidad del “nosotros” chileno.
Algo similar ocurre con los pueblos indígenas y las memorias subalternas, Gabriel Salazar y Julio Pinto (1999) muestran cómo la historia nacional oficial a minimizando las identidades populares e indígenas, relegándolas a notas al pie del relato heroico centralista. Gastón Soublette (1992) analiza el modo en que los símbolos patrios —como la bandera o el himno— consolidaron una identidad nacional desligada de la cultura mapuche, reduciendo lo indígena a un rol folclórico, decorativo y caricaturizado.
En este sentido, Homi Bhabha (1990) resulta clave: la nación es una narrativa siempre incompleta y en disputa. Las voces indígenas interrumpen la homogeneidad del relato nacional, evidenciando que no hay un “Chile” único, sino múltiples relatos en colisión. Las luchas Mapuches, Aymara o Diaguita por territorio, lengua y reconocimiento cultural muestran que la identidad nacional no es un pacto resuelto, sino una disputa latente.
La cultura y la música popular han funcionado como espacios de resistencia frente a la centralización del relato identitario. Juan Pablo González (2007) subraya que la música en América Latina es vehículo de memoria y construcción identitaria. En Chile, este papel se ha expresado en cantautores populares y, más recientemente, en el hip hop y la música urbana.
Néstor García Canclini (1990) aporta el concepto de hibridación cultural, que permite entender cómo las prácticas locales se entrelazan con influencias globales. Ejemplos recientes en la música urbana chilena muestran cómo las expresiones culturales locales resignifican la pertenencia y cuestionan la identidad homogénea.
Por ejemplo, Stailok (2013) en el coro de “El otro Chile” describe —desde la periferia urbana—:
“Vengo del Chile común y corriente,
De ese que no sale en comerciales de TV,
Donde los grifos se abren, porque aquí el sol sí arde,
Cuidado con quemarte con este mensaje”
Estas líneas exponen un Chile que queda fuera del relato centralizado y oficial, mostrando tensiones sociales y culturales que permanecen invisibles.
De manera similar, Anita Tijoux (2010) en las primeras rimas de “Mi verdad”, denuncia experiencias de discriminación y la construcción desigual de la identidad:
“Por mi piel morena borraron mi identidad
Me sentí pisoteado por toda la sociedad
Me tuve que hacer fuerte por necesidad
Fui el hombre de la casa a muy temprana edad”
Esta vivencia puede interpretarse a la luz de la teoría del cierre social de Frank Parkin (1979), quien sostiene que los grupos dominantes establecen mecanismos de exclusión que limitan el acceso de ciertos colectivos a recursos simbólicos y materiales. En este caso, la piel morena se convierte en un marcador de frontera social que legitima la desigualdad y reproduce jerarquías raciales dentro de la sociedad chilena, desencadenando dinámicas de discriminación y la reproducción de imaginarios sociales hostiles de interacción.
La persistencia del centralismo estatal refuerza estas exclusiones. Mario Góngora (1981) analizó cómo el modelo portaliano configuró un Estado autoritario y centralista que concentró el poder en Santiago, subordinando regiones y expresiones culturales periféricas. Pierre Bourdieu (1979) complementa esta visión al introducir la noción de poder simbólico: la élite central no solo controla recursos materiales, sino que define qué símbolos, prácticas y discursos son considerados legítimos.
Responder a la pregunta de si existe una identidad chilena implica reconocer que más que unidad, lo que define al país es la pluralidad conflictiva de sus memorias y culturas. Asumir esta complejidad no debilita ni mucho menos deben avergonzar a la nación, sino que la enriquece, permitiendo una mirada menos excluyente y más acorde con el Chile diverso y fragmentado que habitamos.
Referencias
Balibar, É., & Wallerstein, I. (1988). Raza, nación, clase: Las identidades ambiguas. Iepala Editorial.
Bhabha, H. K. (1990). Nación and narración. Routledge.
Bourdieu, P. (1979). La distinción: Criterios y bases sociales del gusto. Taurus.
García Canclini, N. (1990). Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Grijalbo.
Góngora, M. (1981). Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Ediciones de la Universidad de Chile.
González, J. P. (2007). Pensar la música desde América Latina: Problemas e interrogantes. Fondo de Cultura Económica.
Parkin, F. (1984). Marxismo y teoría de clases: Una crítica burguesa. Alianza Editorial.
Salazar, G., & Pinto, J. (1999–2002). Historia contemporánea de Chile (Vols. I–V). LOM Ediciones.
Simmel, G. (2002). Excurso sobre el extranjero. En G. Simmel, Sociología: Estudios sobre las formas de socialización (pp. 509–512, J. L. Etcheverry, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1908).
Soublette, G. (1992). La estrella de Chile: Interpretación simbólica de la historia de Chile. Editorial Universitaria.
Stailok. (2013). El otro Chile [Canción]. En Escribo rap con R de revolución [Álbum]. Portavoz.
Tijoux, A. (2010). Mi verdad [Canción]. En Vengo [Álbum]. Sony Music.
Tijoux, M. E. (2011). Racismo en Chile: La piel como marca de la inmigración. Polis, Revista Latinoamericana, 10(30), 121–136.