Descentrados Chile

Ecodependencia, complejidad y límites del crecimiento

Fotografía: Millenius

Por María Paz Aedo

Socióloga de la Universidad de Chile. Doctora en Educación, Master en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transición Ecosocial de la U. Politécnica de Valencia y la U. Autónoma de Madrid. Docente invitada del Doctorado en Artes y Educación de la Universidad de Barcelona. Sus áreas de trabajo son: género, afectos y ecología política, desde donde ha realizado actividades de formación, investigación y consultoría en el sector público, universidades, fundaciones y organizaciones sociales. Es socia fundadora del Centro de Análisis Socioambiental – CASA.

En agosto de 2021, un comunicado del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por las siglas en inglés), advertía en su titular que el cambio climático “es generalizado, rápido y se está intensificando”. La cita se ha replicado ampliamente en diversos círculos: académicos, sector público, sector privado, organizaciones sociales, etc. Sin embargo, la interpretación de esta afirmación no es -ni puede serlo, dada nuestra condición humana- unívoca. En el mundo académico y científico, que por décadas viene advirtiendo de las transformaciones profundas que estamos enfrentando como planeta y especie, el temor ha dado paso a la indignación. La ficción ha recogido algo de este sentir compartido en la película “Don´t look up” (2022), donde resulta evidente que la evidencia científica es insuficiente para que la comunidad en general y las élites en particular tomen medidas profundas para enfrentar el desastre.

¿Qué es lo que nos impide “ver” lo que está pasando y lo que conviene hacer? Para buena parte del espectro científico y también de la comunidad activista, lo que está dificultando hacernos cargo de esta evidencia es la relación causal entre capitalismo y crisis climática. Más específicamente, entre crecimiento económico sostenido y deterioro socioecológico.

Lo que sabemos de esta relación, hasta ahora, es que a partir de los años ‘50, la recuperación económica de la postguerra y la competencia entre los dos bloques de la Guerra Fría empujaron el consumo de energía y materiales a una escala nunca antes vista, alterando todos los indicadores biofísicos del planeta. A partir de este punto, es posible hablar de un cambio en la era geológica: el fin del Holoceno y el comienzo de la primera era “creada” por la acción humana, más conocida como Antropoceno.

Sin embargo, el concepto de Antropoceno es más bien impreciso. No es toda la especie humana la responsable de esta transformación irreversible, sino que el modo de habitar el mundo y de relacionarnos, marcado por la tendencia a la acumulación, mercantilización y explotación de los cuerpos y territorios que consideramos subordinados o útiles para alcanzar las metas de lo que entendemos por “desarrollo”. Esto es el capitalismo: no sólo un modelo económico, sino también ideológico, donde el progreso es entendido como crecimiento sostenido de la oferta y la demanda, desconociendo – ¿o no importando? –  que en un planeta limitado, este crecimiento supone también detrimento. Por eso, algunos autores hablan también de Capitaloceno, responsabilizando de esta transformación específicamente a este modelo y no a una condición natural o inevitable del ser humano.

En los años ‘90, junto con la suscripción de la Agenda 21 y la emergencia del concepto del “desarrollo sustentable”, comenzamos a hablar de responsabilidades diferenciadas para referirnos a la importancia de reconocer las dimensiones sociales, económicas y políticas implicadas en los impactos socioecológicos, las desigualdades Norte-Sur y los desafíos para construir sociedades más sustentables. Sin embargo, este debate resultó permeado por la discusión sobre el llamado derecho al desarrollo. Con este argumento, se afirma que los países beneficiados por la explotación de recursos naturales deben hacerse cargo del desastre, mientras que los países históricamente subordinados tendrían legítimo derecho a explotar sus recursos para “seguir creciendo”.

Ya entrada la década del 2000, la discusión sobre cambio climático fue opacada no sólo por otras manifestaciones de crisis (guerra de guerrillas, recesión) sino también por una fuerte campaña comunicacional orientada a poner en duda la evidencia científica de la acción humana como responsable de la crisis, surgiendo voces no sólo escépticas sino directamente negacionistas. Que es un fenómeno natural, acorde a los ciclos de la Tierra, fue el argumento más extendido. Que las consideraciones ambientales eran una exageración y una barrera para el desarrollo de las economías.

Dos décadas después, somos testigos de cómo la premisa axiológica del crecimiento sostenido ha retrasado tanto la transformación de las matrices productivas como la revisión de las expectativas de desarrollo tanto en el Norte como en el Sur global; y mientras tanto, los problemas socioecológicos siguen intensificándose.  Al igual que en los años ‘50, donde la demanda de energía y materiales aumentó bruscamente para la recuperación de Europa y la competencia de la Guerra Fría, entre 2021 y 2022 hemos visto la misma intensificación con el argumento de la reactivación económica post-pandemia del COVID 19. Y de forma francamente regresiva, la tensión entre la OTAN y Rusia ha reflotado sus viejos discursos antagónicos, con la guerra, la inflación, la escasez de energía y de alimentos como amenazas y telón de fondo.

Los países del Sur Global, mientras tanto, seguimos siendo llamados a participar de esta reactivación con tintes “verdes”: frente al cada vez más evidente desastre, se ha instalado la urgencia de la descarbonización y desfoslización, pero sin tocar el crecimiento sostenido de la demanda por energía y materiales. Los megaproyectos energéticos, basados esta vez en energías renovables, buscan reemplazar las fuentes fósiles para seguir con el modelo. Esto explica el fuerte impulso a las inversiones en paneles solares, molinos eólicos, megarepresas y electromovilidad. Sin embargo, la contabilidad de los beneficios que generan estas fuentes no incluye, otra vez, los costos materiales: metales, agua, suelos y otras energías. Tampoco cuentan con la perspectiva de las comunidades que habitan los territorios donde se instalan; bajo la promesa del empleo y reactivar las economías, los megaproyectos basados en fuentes renovables se extienden por todo el Sur global. La economía circular, tanto como las energías renovables, no están teniendo en cuenta todos los insumos que requieren para funcionar y los residuos no reutilizables (por ejemplo, las aleaciones de metales en la fabricación de baterías) que se generan en los procesos productivos.

La prevalencia de la ideología capitalista en el abordaje de la crisis devela que en todas las posibilidades que se barajan para enfrentar la crisis, hay una ideología, una ética, una memoria, unas premisas y unas expectativas implicadas. Por eso, hablar de metabolismo socioeconómico y crisis ecológica debiera formar parte del debate y la búsqueda de alternativas: concretamente, aprender a reconocer que vivimos en un planeta limitado y que la riqueza no es sinónimo de acumulación.

El capitalismo nos encierra en un bucle: aparece como la causa y la solución de nuestros problemas, como diría Homero Simpson. Mientras el bienestar siga asociado a la acumulación, la desigualdad y la pobreza resultarán tan inevitables como el deterioro ambiental. Este modelo “viste un santo para desvestir otro”, como bien dice el dicho popular. Y se sostiene no sólo de la ambición de unas élites, sino en el miedo a la pérdida de los mínimos bienestares alcanzados con esfuerzo por las clases medias y empobrecidas, muchas veces en el borde de la precariedad, debido precisamente a la mercantilización de todas las esferas de la vida y la concentración de la riqueza. En Chile, país experimento y referente de este modelo para América Latina, el encierro de la Pandemia develó que bastaban unas semanas de paralización para que el hambre reapareciera como problema social.

Urge pensar en otros modos de existencia que no sean luchar por conservar esos bienestares. La base de nuestra existencia no es la escasez; el planeta no es escaso. Es abundante gracias a las interrelaciones y la influencia recíproca de todo lo existente, como bien han sabido otras cosmovisiones. Desde ecosistemas complejos como la selva hasta profundos y frágiles como el desierto, todo lo que existe alimenta y es alimentado por otros, en relaciones de intercambio y reciprocidad. No se trata de equilibrios estables, sino dinámicos, sostenidos por influencias que de tan complejas nos resultan insondables. Los más recientes hallazgos científicos sobre la composición de la materia, comportamiento animal y dinámicas ecosistémicas no dejan de insistir en esta complejidad. Esto es lo que reconocemos por ecodependencia. Lo que genera la escasez es la reducción de esta complejidad, la homogeneización y la concentración. Esto es lo que tienen en común las dictaduras y los monocultivos.

Criterios de bienestar asociados a la distribución, la cooperación y el principio precautorio (esto último, para tener en cuenta lo insondable de las interrelaciones e influencias) nos permitirían tanto reparar los daños actuales como contener los venideros, atravesando la crisis del mejor modo posible. Estos criterios necesitan pasar por el reconocimiento de los límites no como restricciones sino como potencialidades asociadas al cuidado. Resguardos, no represiones. Y el cuidado de todo lo existente, agua, suelos, río, bosque, roca, especies, pasa también por una premisa muy presente en nuestros pueblos originarios: la importancia de escuchar su voz, su potencia y trayectoria, cómo es afectado y cómo afecta a otros. Esta premisa podría ser la base de unas políticas de ordenamiento territorial y transición socioecológica justa. Entender la cuenca, el ecosistema y la comunidad como un todo potencialmente enriquecedor, donde sin dejar de tomar lo que necesitamos para vivir bien, podamos no sólo hacernos cargo de los costos, sino alimentar la abundancia ya existente en nuestro planeta. Esto es precisamente lo que hacen prácticas como la agroecología: reconociendo la tendencia a la entropía, promover un metabolismo económico donde la tendencia es a la recuperación y aprovechamiento de toda la energía y materiales que se producen, dentro de los marcos que ofrece un ecosistema particular. En términos más profundos, las prácticas del tejido y el hilado nos recuerdan que la existencia misma es un entramado de trayectorias y recurrencias.

Muchas veces estas premisas son resistidas y devaluadas como ingenuas o directamente peligrosas frente a las urgencias que impone la agenda global pro-crecimiento. La persecución, criminalización y muerte de personas y comunidades en la defensa de sus territorios así lo evidencian. Pero si algo hemos aprendido como humanidad, es que ninguna civilización es eterna. Estamos viviendo la crisis de la actual, de la hegemónica, pero no es el fin de todo lo existente. Es el fin de una civilización que no paga sus cuentas ambientales y sociales, muy distante de las tradiciones donde el pago a la Tierra que nos alimenta es central. Confiamos en que el futuro no será solamente una lucha de todos contra todos por lo poco que nos quede.  Alimentar, cuidar, escuchar y entretejer ha sido y puede seguir siendo la base de la riqueza y la resiliencia socioecológica de los pueblos en los momentos más difíciles de nuestra historia. Y en momentos críticos como este, es el momento no sólo de reconocerlas sino de activarlas.