Por Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social. Analista del discurso. Investigador de las relaciones de reconocimiento, violencia y poder y sus efectos en los procesos de subjetivación.
El sueldo de 17 millones de pesos que recibía Marcela Cubillos en la Universidad San Sebastián -sin contar con una trayectoria académica que la avale en nuestro precario mercado universitario- ha resucitado el espíritu de la revuelta de octubre de 2019, a días de su quinto aniversario.
A propósito del “caso Cubillos”, hemos recordado recientemente una reflexión que hizo Humberto Maturana en un programa de televisión. En una parte de la entrevista que se difunde hoy en redes sociales, Maturana aborda el tema de la equidad. Dice que ella es un límite moral no explícito que todos conocemos intuitivamente y no consideramos ético traspasar. Si las diferencias de sueldo superan ese límite, nuestra experiencia de la inequidad amenaza el lazo social.
En los días del “estallido”, una ONG propuso establecer por ley que las diferencias de sueldo no pudieran superar una relación de uno a diez entre el sueldo más bajo y el más alto de una misma organización. Representantes de esa ONG estuvieron varias veces en los medios de comunicación (incluida la TV) presentando su propuesta con el beneplácito de sus entrevistadores.[1]
En octubre y noviembre de 2019 la mayor parte de las chilenas y chilenos estaba consciente de la necesidad de repensar éticamente el modo en que nos relacionamos, la forma y sentido de nuestras decisiones, el carácter de nuestra forma de vida compartida y el orden social generado por las instituciones y leyes vigentes en el marco de la Constitución del 80.
A fines de 2019, una porción significativa de los sectores populares y las capas medias criticaban la organización de la sociedad y del Estado, a partir de la experiencia compartida de los enormes límites que la desigualdad económica y política generaba en sus vidas. Inmersos en un sistema que no les proveía de ingresos acordes a sus horas de trabajo y calificación técnica o profesional, se veían obligados a aumentar progresivamente su deuda con los bancos, casas comerciales e, incluso, prestadores de salud e instituciones educativas. A esta situación hay que agregar el horizonte amenazador de un futuro aún más precario, considerando los resultados del sistema de AFP y sus efectos en la ausencia de seguridad social. La experiencia de ser esclavos de una forma de vida abusiva, que favorecía a unos pocos con el sacrificio de los demás, se había generalizado.
La condición anómica de la sociedad chilena, en donde la posibilidad de alcanzar las metas establecidas por la cultura hegemónica varía considerablemente en función de si se cuenta o no con los medios que ella legitima (Merton, 1957) presiona fuertemente a vastos sectores sociales para saltarse las reglas o buscar un cambio. Más aún, si consideramos que algunos de los medios que la ley y las instituciones consideraban legítimos para alcanzar metas económicas, políticas, sociales o culturales no son validados por el conjunto de la sociedad.[2] La idea de los “ladrones de cuello y corbata” (“la corbata es la capucha del capitalista” decía la calle en esos días), de “los políticos ladrones”, de los “patrones abusivos” y, más en general, la idea de una élite gobernante, coludida para repartirse posiciones de privilegio en todos los campos, cerrando el acceso al resto de la sociedad y, por ende, excluyendo sistemáticamente a la mayoría de las grandes decisiones políticas y de los beneficios de las mismas, se impuso en nuestra conversación pública.[3]
Por esta razón, cuando lo(a)s adolescentes comenzaron a saltar el torniquete del Metro, reivindicando su derecho a ocupar los bienes públicos tuvieran dinero o no, y fueron reprimido(a)s violentamente por fuerzas especiales de carabineros, la sociedad reaccionó. El “estallido social” tuvo una aprobación ciudadana ampliamente mayoritaria en las encuestas realizadas en octubre de 2019. La “dignidad” y “el derecho de vivir en paz” fueron las consignas más repetidas. Ambas indicaban que la sociedad debía enmendar su rumbo, y la mayoría de las chilenas y chilenos se sumó a esa esperanza.
La dignidad fue el horizonte ético con que la sociedad movilizada (una parte significativa de la ciudadanía) decidió sustituir la anomia generalizada en la que estaba viviendo. Las movilizaciones de octubre de 2019 tuvieron una poderosa base ética que se manifestó en una proliferación de discursos que coparon las calles, las redes sociales y los cabildos barriales. “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, “para todos, todo” y “hasta que valga la pena vivir” fueron algunas de las consignas más repetidas y relevantes. Pero también se escribieron otras más específicas -pero igualmente significativas- que daban cuenta de la experiencia dolorosa de ser abusados (“no era depresión, era capitalismo”) y de la necesidad de ampliar las libertades y los derechos terminando con los abusos (“me gusta el pico, pero no en el ojo”).
La revuelta de octubre fue un momento de desmesura de la sociedad chilena. Una explosión social que tuvo tanta violencia como carnaval, tanto resentimiento como esperanza. Pero, en todos los casos, fue un momento de lucidez que alcanzó a un porcentaje muy alto de la población. “Chile despertó”, se escribió en las calles reiteradamente. El “Negro matapacos” no fue un símbolo diabólico de las ansias de destrucción de una horda nihilista que promovía el asesinato de carabineros, como piensa Lucy Oporto (2023). Por el contrario, el quiltro negro, flaco y pobre que acompañó a los estudiantes en las protestas de 2011 (y que ya había muerto para octubre de 2019) simbolizó la fuerza generada por la unión de los más débiles, los hijos huachos, racializados y empobrecidos, de un país con una historia excluyente y autoritaria que no entrega a todo(a)s un lugar digno donde existir. Porque en el imaginario popular “los pacos” no simbolizan al “amigo en su camino” sino al Estado represor que se alía con los privilegiados en contra de los marginados, abusados y sometidos.
El discurso con que se sostuvo la necesidad de un cambio tuvo tanta fuerza que, incluso quienes se oponían a la movilización, terminaron por validarla o subirse tardíamente a la misma. Cecilia Morel, esposa del presidente de la República de la época, dijo “tendremos que compartir nuestros privilegios”. Y Sebastián Piñera, su marido, después de haber intentado combatir y descalificar la movilización diciendo que el país enfrentaba “un enemigo poderoso”, decidió sumarse al discurso de lo(a)s manifestantes, validando todas y cada una de sus demandas.[4] Por su parte, Andrónico Luksic, uno de los hombres más ricos de Chile, legitimó las demandas ciudadanas, agregando que algunos “tendremos que pagar la cuenta”.[5]
¿Por qué entonces la posterior descalificación del proceso, con un discurso que hoy prolifera en los grandes medios de comunicación diciendo que todo fue un “estallido delincuencial”? ¿Millones de personas concertadas para delinquir al unísono en todas las regiones, ciudades y pueblos del país? ¿Por qué y para qué?
En mi opinión la respuesta es muy simple y la evidencia que la avala es abundante. Por eso las cortinas de humo y los discursos terroristas que los poderosos esgrimen para acabar con ella. La revuelta de octubre de 2019 puso de manifiesto la mutua implicación de socialismo y democracia. O, dicho de otra manera, reivindicó el carácter sistémico de los derechos humanos (DDHH) esto es, la igual importancia de todos ellos, pues la realización de cada uno es condición necesaria para el establecimiento de los demás. La democracia política requiere de la económica y ambas de la social, la cultural y la medioambiental. Una democracia política que establece derechos políticos sin el respaldo de los otros derechos es una democracia de papel, un remedo de sí misma. Y una sociedad socialista, por muy igualitaria que consiga ser en el acceso a los bienes económicos, no tiene valor, si no es también el lugar en el que las personas pueden tomar decisiones colectivamente y ejercer su libertad de vivir conforme a aquellos valores con los que se identifican.
Hace tiempo que la izquierda chilena ha asumido que no tiene sentido aspirar a un socialismo no democrático. La renovación socialista después del Golpe de Estado de 1973 concluyó que la vía chilena al socialismo que promovía Salvador Allende es el único camino para realizar sus aspiraciones. Sólo la ampliación y profundización democrática puede llevarnos al socialismo, piensa la izquierda. Se trata de más y mejor democracia, no de su sustitución por un ideal diferente. Pero la derecha no ha hecho ese mismo proceso y sigue jugando a la posibilidad de compartir los derechos políticos, sin compartir la mayoría de los derechos económicos, sociales, culturales y medioambientales. La misma situación se repite en la mayor parte del mundo. La democracia es criticada universalmente por no permitir que las grandes masas de la población puedan acceder a una vida buena a través de la adopción de decisiones colectivas. “Para todos, todo”, dijo la ciudadanía chilena en octubre de 2019. Eso incluye tanto los derechos políticos como los económicos, sociales, culturales y medioambientales. También incluye el derecho de cada cual a hacer la vida que le plazca si con ello no molesta a los demás.
No cabe duda de que la apuesta de la movilización de octubre fue desmesurada, universalmente dignificadora, abiertamente utópica, no obstante, posible y deseable. Como son desmesuradas también las máquinas de defraudación creadas por la derecha y el gran capital para apropiarse de los recursos del país. El problema con estas últimas es que no son deseables, no dignifican a nadie y destruyen las formas elementales de la equidad, reinstalando la anomia en nuestra sociedad.
Referencias:
- Girard, R. (1982) “Los estereotipos de la persecución”, cap.2 de El chivo expiatorio. Barcelona: Anagrama, 1986, pp.21-34.
- Merton, R. (1957) “Estructura social y anomia”. En Teoría Social y Estructura Social (4 estudios), pp.51 – 95.
- Oporto, L. (2023) “Negro Matapacos: arcaísmo, epidemia psíquica y aniquilación”. Diario digital Ex-Ante. Publicado en Abril de 2023, recuperado el 1º de octubre de 2024 de https://www.ex-ante.cl/negro-matapacos-arcaismo-epidemia-psiquica-y-aniquilacion-por-lucy-oporto-valencia/
[1] Según la ONG OXFAM Intermón, “el 99% de la población mundial posee menos riqueza que el 1% más pudiente de la población del planeta” y “3.500 millones de personas en el mundo poseían en 2015, igual riqueza que 62 personas ricas”. Recuperado el martes 1º de octubre de 2024 de: https://blog.oxfamintermon.org/desigualdad-economica-en-el-mundo-consecuencias-y-mucho-por-hacer/ En condiciones de desigualdad e inequidad como estas, la democracia política no constituye un sistema de administración eficiente y participativo de los recursos y las diferentes formas del poder.
[2] La sociedad chilena atraviesa una crisis de legitimación que es también una crisis de diferenciación (Girard, 1982). En este sentido, las personas comienzan a descreer de las instituciones y las leyes.
[3] La condición anómica de nuestra sociedad ha ido derivando progresivamente en un “sálvese quien pueda”, esto es, en un esfuerzo de cada cual, por resolver sus problemas solo, sin atenerse a reglas o principios morales comunes, ni sentirse convocado por prácticas solidarias. La delincuencia adopta diferentes formas en cada grupo socioeconómico, pero está ampliamente presente en todos ellos.
[4] A propósito de la marcha multitudinaria del 25 de octubre de 2019, Sebastián Piñera escribió en Twitter: “La multitudinaria, alegre y pacífica marcha hoy, donde los chilenos piden un Chile más justo y solidario, abre grandes caminos de futuro y esperanza. Todos hemos escuchado el mensaje. Todos hemos cambiado. Con unidad y ayuda de Dios, recorreremos el camino a ese Chile mejor para todos”.
[5] No cabe duda de que la motivación que Morel, Piñera y Luksic tuvieron para validar la marcha estuvo más vinculada al miedo de que la movilización barriera con sus privilegios y negocios, que con una identificación genuina con las demandas de los manifestantes. Lo mismo ocurrió con otros políticos de derecha. Así como con grandes capitalistas, que temían que se produjera un desplome de la economía en la que tenían muchas de sus inversiones. Ninguno de ellos aplaudió la revuelta, pero todos terminaron por validar gran parte de las demandas.