Descentrados Chile

El golpe de Estado y la falta de convicción democrática en la actual política chilena

Fotografía: tumblr

Por Juan Pablo Correa Salinas
 Psicólogo social. Analista del discurso. Investigador de las relaciones de reconocimiento, violencia y poder y sus efectos en los procesos de subjetivación.

  En contra de lo que repiten hoy muchos periodistas y políticos en los grandes medios de comunicación pública, me parece que el 11 de septiembre de 1973 no “se quebró” nuestra democracia. En vez de quebrarse, las democracias se transforman a través de decisiones del pueblo soberano o son reemplazadas forzosamente por regímenes autoritarios. En este segundo caso, es necesario que un grupo -mayoritario o minoritario- adopte la decisión de intervenir y apropiarse con las armas de los poderes del Estado. De ese modo, la disputa por la conservación o transformación del orden social se resuelve momentáneamente a través de un golpe militar, una revolución ciudadana o una guerra civil. En todos estos casos median decisiones prácticas de quienes se encuentran involucrados en el conflicto.

En 1973, las Fuerzas Armadas y policiales chilenas dieron un golpe de Estado que terminó con la democracia, el Estado de derecho -incluidos los derechos humanos (DDHH) más básicos- y el proyecto político de inclusión social que promovía la Unidad Popular (UP). Llamar “pronunciamiento militar” a estos hechos, o plantear que fueron el desenlace inevitable de la confrontación política que vivía el país, es quitar toda responsabilidad por sus acciones a quienes decidieron emplear las armas y el terror en contra del Estado y sus adversarios políticos. En una democracia, las fuerzas armadas y policiales no son políticamente deliberantes. A cambio de otorgarles el monopolio de las armas, se les prohíbe “pronunciarse” institucionalmente sobre la situación política. Si lo hacen, se ponen fuera de la ley y, al hacerlo, destruyen el Estado de derecho. Fue esto último lo que ocurrió en 1973.

Es posible sostener que también había golpistas entre quienes apoyaban el gobierno de Salvador Allende, dentro y fuera de la UP. Personas que no habrían dudado en apoderarse del Estado e instalar por la fuerza una república socialista, de haber contado con los medios militares para hacerlo. Partidarios del gobierno popular que estaban dispuestos a promover el autogolpe, la revolución armada y/o la guerra civil. Personas que no consideraban necesario solicitar el consentimiento de una mayoría democrática para imponer sus convicciones.

Sin embargo, no se puede sostener que el golpe de Estado de 1973 fue en respuesta a un autogolpe, una guerra civil o una revolución armada en ciernes. Más allá de algunas bravuconadas y escaramuzas, no se desplegaron prácticas golpistas en el gobierno de Salvador Allende. No se organizó a los partidarios para que llevaran a cabo una revolución armada o una guerra civil. Todo lo que se dice respecto de esa posibilidad es completamente contrario a los hechos. Pero hay quienes lo sostienen hoy, y también los hubo cuando gobernaba la UP. Se trata de una estrategia de auto-victimización que busca legitimar un golpe de Estado que se comenzó a preparar antes de que Allende asumiera la presidencia de la República, con el apoyo del gobierno de los Estados Unidos.

En un debate televisivo (disponible en la web) a propósito de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, Orlando Millas (representante del gobierno) llamó “pequeño matón” a Sergio Onofre Jarpa (presidente del Partido Nacional) después que este se levantara indignado de su silla, amenazándolo con las manos y la voz. Jarpa estaba furioso porque Millas había calificado de sediciosas algunas de sus intervenciones. Validando las palabras de Millas, Jarpa gritó entonces: “¡yo no soy matón señor! ¡y no le pego para no ensuciarme las manos!”

Pocos meses después vendría el Golpe de Estado que inició la dictadura civil y militar en la que Jarpa fue ministro del Interior. En ella ensució sus manos reprimiendo a la ciudadanía con el más amplio despliegue de fuerzas policiales y militares, además de la policía secreta del pinochetismo.

Paradójicamente, en el mismo programa de televisión, Jarpa criticó a las fuerzas políticas que apoyaban el gobierno de Salvador Allende porque, en su opinión, no tenían un compromiso auténtico con la democracia. El guión ya había sido escrito: desconocer el carácter democrático del gobierno de la Unidad Popular para justificar el Golpe de Estado que darían luego militares y civiles sediciosos. La estrategia se materializó a fines de agosto del mismo año, con la declaración de la Cámara de Diputados que acusó un comportamiento inconstitucional del gobierno y, algunos días después, el 11 de septiembre, con el derrocamiento militar de Allende y la Unidad Popular.

Se cita recurrentemente a Hegel diciendo que todos los grandes hechos históricos aparecen dos veces y a Marx comentando que la primera vez se muestran como tragedia y la segunda como farsa. Pero pocas veces esto se cumple tan literalmente como en los últimos 50 años de la historia de nuestro país.

Pocos días atrás, Carlos Larraín apareció en un programa de televisión diciendo que su partido, Renovación Nacional, debe recuperar “una postura más parecida a la que tuvo Jarpa cuando se enfrentó a Allende”. El contexto es muy distinto. Entre muchas otras condiciones, terminó la guerra fría, ya no gobierna Salvador Allende y la Unidad Popular dejó de existir. Pero la esperanza en una sociedad más inclusiva sigue vigente. El esfuerzo por construir condiciones de igualdad sustantiva es parte fundamental del programa de gobierno del presidente Boric y estuvo en el centro de las transformaciones institucionales buscadas por la Convención Constitucional. Pero a Larraín eso no le gusta.

En tono jocoso, Carlos Larraín llamó “el retorno de la momia” a su reaparición política.  No se trató de una broma. Como un “pequeño matón” Larraín intentó disputar el liderazgo de la derecha chilena tanto a sus colegas de Chile Vamos como al Partido Republicano. A diferencia de Jarpa, quién tenía serias dificultades para sonreír, Carlos Larraín lo hizo durante toda la entrevista, independientemente del contenido de lo que estuviera diciendo. Hizo gala de su tremenda habilidad para la ironía -para el decir sin decir– y, además, para realizar afirmaciones atroces evitando la exigencia de fundamentarlas. Aprovechó esta condición para generar un ambiente de amenaza al gobierno -y a las fuerzas progresistas que lo apoyan- desde una posición conservadora explícita, más afín al pensamiento fundamentalista del Partido Republicano que a las (pocas) ideas liberales que hoy circulan en su sector político.

Larraín parafraseó una conocida frase con la que Richard Nixon incitó a la sedición en contra del gobierno de la Unidad Popular. De este modo amenazó al país con un nuevo golpe de Estado diciendo que “al gobierno (de Boric) hay que apretarlo hasta hacerlo gritar”, pero negó que estuviera cacareando “en medio de los cuarteles”, como le dijo uno de los entrevistadores. Su planteamiento actualizó la tesis de la derecha en los inicios de la década del 70. Sostuvo que es el gobierno el que “está preparando un golpe de Estado”, que “en los meses de octubre y noviembre del 19 evidentemente se intentó un golpe de Estado en Chile”, y que el gobierno intenta continuar con ese proyecto. Cuando le pidieron que fundamentara lo que estaba diciendo, Carlos Larraín escondió la mano con la que había lanzado la piedra y dijo que no estaba afirmando que el gobierno quiera “sacar las tropas a la calle”, pero sí “volver el país al revés”.

En la particular jerga de Carlos Larraín -y de gran parte de la derecha en estos días- es lo mismo intentar cambiar la institucionalidad por medios democráticos, que hacerlo a través de las armas. El punto no sería el procedimiento por el cual se realizan los cambios sino el contenido de esos cambios. Independientemente de lo cuestionable que resulta una tesis como esa cuando la institucionalidad democrática mínima ya se encuentra instalada, y puede ser modificada empleando los medios que ella misma establece, no resulta menos cuestionable lo que Carlos Larraín considera que es “volver el país patas p’arriba”. En su opinión, el mejor ejemplo fue la propuesta constitucional de la Convención. Y enumeró algunas características suyas que le parecen inadmisibles: el fin del senado, facultades presidenciales para regular la actividad económica por decreto, expropiación de las aguas, limitaciones a la libertad de enseñanza y aborto libre.

El discurso de Carlos Larraín no recurre a trucos tramposos del tipo “les van a quitar sus casas” (como la campaña del “Rechazo”). Prefiere enumerar (un tanto tendenciosamente, claro) disposiciones reales de la propuesta constitucional de la Convención que le parecen inaceptables. “Inaceptables” no en el sentido de un proyecto político democrático que difiere del suyo, sino en el sentido de lo que llama “volver el país patas p’arriba”, es decir, de lo que en su jerga constituye “un golpe de Estado”. Porque Larraín no está defendiendo el Estado social y democrático de derecho que proponía la Convención, sino la sociedad oligárquica tradicional chilena, esa que ha operado como un freno a las expectativas de cambio que buscan sustituir el honor de algunos por la dignidad de todo(a)s.

Los políticos más cercanos al discurso de Carlos Larraín se encuentran hoy entre los representantes del Partido Republicano en el Congreso y el Consejo Constitucional. Y trabajan sistemáticamente para restaurar en plenitud el Estado subsidiario y la sociedad oligárquica tradicional. No se trata sólo de reivindicar las disposiciones fundamentales de la Constitución del 80, anulando algunas de las reformas que con gran esfuerzo se aprobaron en más de 30 años de democracia protegida. Se trata, también, de acrecentar los cerrojos de un orden social jerárquico y estratificado, en donde el capital tiene absoluta primacía respecto del trabajo en las grandes decisiones económicas, y el Estado está sometido a fuertes regulaciones constitucionales que impiden a la ciudadanía adoptar decisiones relevantes sobre las condiciones en las que ocurre la vida común. Se busca instalar una sociedad rígidamente constitucionalizada a partir de una concepción particular de la vida buena, eliminando aquellas normas de preferencia que harían posible que diferentes personas y distintas comunidades decidan libremente la forma en que quieren vivir. Un acto de matonaje que institucionaliza y, eventualmente, acrecienta lo que hace 50 años se instauró por medio del terror.

No parecen ser muchas las convicciones democráticas de esta derecha conservadora que busca eternizar por todos los medios la sociedad oligárquica chilena.

Pero tampoco está clara la convicción democrática de las fuerzas progresistas que dicen querer democratizar efectivamente el país, permitiendo que sean las grandes mayorías ciudadanas las que adopten las decisiones políticas y económicas fundamentales. No está clara, por cuanto no se necesita de un acuerdo con la derecha para declarar conjuntamente ante la ciudadanía el compromiso de ese sector con la democracia y la inclusión plena: nunca más un golpe de Estado y nunca más violaciones a los DDHH en nuestro país.

No sólo se trata de una oportunidad para validar y acrecentar nuestra democracia. Es también un imperativo de sobrevivencia para la misma. Por eso lo esperable sería que ninguna fuerza política aceptara quedarse fuera de una declaración como esa, exigiendo todas, en cambio, el derecho a participar de la dignidad que ella les ofrece.