Por Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social. Analista del discurso. Investigador de las relaciones de reconocimiento, violencia y poder y sus efectos en los procesos de subjetivación.
Se han hecho famosos los versos con que Nicanor Parra terminó su poema “Chile”:
Da risa ver a los campesinos de Santiago de Chile
con el ceño fruncido
ir y venir por las calles del centro
o por las calles de los alrededores
preocupados-lívidos-muertos de susto
por razones de orden político
por razones de orden sexual
por razones de orden religioso
dando por descontada la existencia
de la ciudad y de sus habitantes:
aunque está demostrado que los habitantes aún no han nacido
ni nacerán antes de sucumbir
y Santiago de Chile es un desierto.
Creemos ser país
y la verdad es que somos apenas paisaje.
Cuando en 1969 Parra publicó el poema en su libro Obra gruesa, no podía saber que 50 años más tarde -uno después de su muerte- “los campesinos de Santiago de Chile”, así como los de otras regiones, ciudades y pueblos, impulsarían unidos el nacimiento de nuestro país.
Todo país es una empresa poética. El sueño de un conjunto de seres humanos que se concibe a sí mismo como un “nosotros”. Una conciencia “nosotros” puede generar un país cuando una variedad de tradiciones, costumbres e instituciones se proyecta en el tiempo, en concordancia con la subjetividad que las impulsa. Un país no se impone, se instala por medio de un acuerdo de tolerancia y equidad entre personas, grupos y/o comunidades.
Al filósofo Richard Rorty le gustaba decir que los poetas son los grandes legisladores de la humanidad. Se refería con ello a la dimensión profética -esto es a la declaración, anuncio o vaticinio- que subyace a la creación de una sociedad. En su artículo “La justicia como lealtad ampliada” (1997), Rorty describe esta situación como el proceso de construcción de una identidad moral tenue (p.119). La construcción de una identidad moral de este tipo se realiza a partir de una identificación previa con un conjunto de creencias densas y significativas (comunitarias). Lo “que te hace leal a un grupo pequeño puede darte razones para cooperar en la construcción de un grupo más amplio, un grupo al cual, con el tiempo, puedes ser igualmente o incluso más leal”, dice Rorty (p.119). Y agrega:
“(…) la afinidad emocional puede surgir, y a menudo surge, cuando uno cae en la cuenta de que gente a la cual uno pensaba que tendría que hacer la guerra o usar con ella la fuerza, es, en el sentido rawlsiano, ‘razonable’. Es así parece, lo suficientemente similar a nosotros como para encontrarle sentido a una negociación de las diferencias que nos permita lograr vivir en paz y sentirnos todos vinculados al acuerdo así obtenido. Son, al menos en cierto grado, dignos de confianza” (p.120 – 121).
En su libro Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (1955), Erich Fromm afirma que nacer no es lo mismo que ser parido. Salir del cuerpo de la propia madre -ser “arrojados al mundo”, decía Heidegger- no es lo mismo que nacer. Sartre lo reformula en el lenguaje de la libertad: estamos obligados a ser libres. Somos libres de nacer como de no hacerlo, reflexionará Fromm. De ahí se deriva la situación paradójica que el mismo Fromm identifica cuando afirma que la mayor parte de los seres humanos muere “antes de haber nacido”.
Pero nacer no es algo que pueda hacerse en soledad. El reconocimiento de los otros es una condición necesaria para el establecimiento de la subjetividad. De ahí la necesidad de construir un lugar para cada uno a través de la reciprocidad en el reconocimiento. Un país nace cuando esa comunidad moral mínima que legitima sus tradiciones, instituciones, costumbres, subjetividades y soberanía se instala a través de un pacto social que la universaliza. Un país es para todos los que viven en él. Una sociedad puede llamarse en propiedad un país cuando administra sus diferencias en condiciones de equidad y tolerancia. Fue lo que reclamamos en octubre de 2019.
La dislocación de la identidad nacional[1] es el resultado de una historia de conquista, abusos, explotación e imposición. Una historia en la que la manera de formar parte difiere en función de la cuna, la etnia, la clase, la nación, el sexo, el género, la orientación sexual, el estilo de vida. Una historia que reservó para algunos enormes privilegios y condenó a los demás a diferentes formas de servidumbre.
Un malestar difuso pero intenso y persistente pujó para que en octubre de 2019 los estratos medios y populares reclamaran conjuntamente su derecho a abandonar toda servidumbre: “hasta que la dignidad se haga costumbre”, “Chile despertó”, “para todos, todo”, “hasta que valga la pena vivir”. Las demandas simbólicas y universales fueron mucho más importantes que las económicas y sectoriales. ¿O tenía algún sentido práctico la toma y retoma constante de la plaza Baquedano, rebautizada como plaza Dignidad? ¿Recuerda usted cuantas veces fue pintada y repintada la estatua del general Baquedano de color rojo o negro, dependiendo de si lo hacían los manifestantes o los representantes de la institucionalidad? Esto vale también para las manifestaciones pacíficas que predominaron en las protestas multitudinarias. La enorme marcha del millón y medio de personas, realizada el 25 de octubre en Santiago -con réplicas proporcionales al tamaño de su población en todas las grandes ciudades- fue apoyada en las redes sociales modificando el nombre del famoso libro de Marcela Paz: “Perico marcha por Chile”. Las metáforas de nacimiento continuaron: “si la muerte no discrimina, que la vida tampoco lo haga”, “mi mayor miedo es que esto pare y todo siga igual”.
Creo que la escritora Damiela Eltit tiene razón cuando dice que más que una revuelta, las manifestaciones de octubre fueron una micro-revolución. “Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo”, escribió Herman Hesse en su novela Demian. A propósito de los acontecimientos de octubre de 2019 y citando a Alain Touraine y Jürgen Habermas, Carlos Peña afirmó recientemente que una generación favorecida por la modernización siempre busca modificar la “geometría moral” de un país. Lo dijo en términos descriptivos y descalificando una lectura normativa de la misma idea. Sin embargo, “modificar la geometría moral de un país” es una buena manera tanto de describir como de celebrar su nacimiento.
Lo que unificó los intereses de los manifestantes fue la decisión del gobierno de enviar las fuerzas especiales de la policía a reprimir a los escolares que saltaban el torniquete del Metro e intentaban detener el flujo de trenes sentándose en el borde del andén. Fue la gota que rebalsó el vaso. “No son treinta pesos, son treinta años” dijeron las y los manifestantes, lo que en un registro distinto -que luego se puso de moda para defender capitales personales en vez de lazos familiares- puede ser parafraseado con la expresión “con nuestros niños no”. Pero no se trataba sólo de los niños y de las niñas. El “derecho de vivir en paz” de Victor Jara se formuló como una salida al “baile de los que sobran” que denunciaron Los Prisioneros.
Una manifestación muy clara del carácter poético y político de la revuelta fue la proliferación de discursos que llenaron las calles y las redes sociales. A ellos se sumó la elección de figuras de identificación por la ciudadanía protestante. En todas ellas se unifican -de diferentes maneras- poesía y política: Gabriela Mistral, Gladys Marín, Felipe Camiroaga, Violeta Parra, Jorge González, Camilo Catrillanca, Pedro Lemebel y Nicanor Parra.
El último esfuerzo por conseguir que Chile se ajustara a la mejor versión de sí mismo que la ciudadanía movilizada intentaba instalar, fue escrito en el prefacio de la propuesta constitucional de la Convención:
“Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático.”
Pero el miedo fue más fuerte y los prejuicios gatillados por la resistencia conservadora a un nuevo ordenamiento social impidieron la sustitución institucional: “te van a quitar la casa”, “los mapuches tendrán ahora más derechos que los chilenos”, “con mi plata no”, “el país quedará dividido en múltiples gobiernos locales con plena autonomía”, “habrá tantos sistemas judiciales como naciones”, “las mujeres podrán abortar a los nueve meses de gestación”, etc.
Una vez rechazada la primera propuesta, la arremetida conservadora intentó validar otra a su imagen y semejanza. La constitución de “los verdaderos chilenos” dijeron. El voto de rechazo superó ampliamente otra vez al de aprobación.
Un país no puede nacer dividido entre buenos y malos, entre verdaderos y falsos, entre víctimas y victimarios. Sin reconocimiento recíproco no hay patria. La gestación continúa. La esperanza también.
Referencias:
– Fromm, E. (1955). Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1990.
– Gissi, J. (1987) “Identidad, ‘carácter social’ y cultura latinoamericana”, en Identidad latinoamericana: Psicología y Sociedad. Santiago: Andes.
– Hesse, H. (1919). Demian. Madrid: Alianza, 1967.
– Parra, N. (1969). Obra gruesa. Santiago de Chile: Universitaria.
– Rorty, R. (1997). “La justicia como lealtad ampliada”, en Pragmatismo y política. Barcelona: Paidós, 1998.
[1] Jorge Gissi habla del “etnocentrismo alienado” de los pueblos latinoamericanos como una forma de dislocación de la identidad generada por el trauma de la conquista de América (Gissi, 1987).