“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”
Cuento de Augusto Monterroso
Por Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo Social
La revuelta de octubre de 2019 -llamada “estallido social” por la prensa y la televisión- fue en primer lugar un hecho discursivo. “Chile despertó”, “hasta que la dignidad se haga costumbre” y “hasta que valga la pena vivir” fueron las sentencias más repetidas en los rayados, lienzos y carteles, así como en las imágenes y textos que inundaron las redes sociales. Era la esperanza de muchos. Que una mayoría ciudadana estuviera dispuesta a realizar las grandes transformaciones requeridas para democratizar efectivamente el país y mejorar la calidad de vida de sus habitantes.
La ilusión se acrecentó con el resultado del plebiscito de entrada al proceso constituyente. Y aún más con el resultado de la elección de representantes a la Convención Constitucional y la elección de Gabriel Boric como presidente de la República. Parecía haber una amplia mayoría favorable a realizar grandes cambios en Chile, partiendo por sustituir la Constitución del 80.
Hoy sabemos que solo se trató de una ilusión. La instalación del voto obligatorio, desde el plebiscito de salida en adelante, mostró que nunca ha habido en Chile una mayoría abiertamente dispuesta a cambiar la institucionalidad en la que vivimos. El “peso de la noche”, expresión con la que Diego Portales explicaba el comportamiento autoritario y conservador del pueblo chileno en defensa de un orden oligárquico que nunca le favoreció, y la “mayoría silenciosa” a la que el pinochetismo aludía para afirmar que la dictadura contaba con apoyo popular, se manifestaron en contra de los cambios. Al ampliarse significativamente la participación de los votantes habilitados, una mayoría nueva -que no había votado previamente- se pronunció a favor del orden y la seguridad, rechazando las incertidumbres y en abierta resistencia a las grandes transformaciones.
A pocos meses de conmemorar el aniversario número 50 del golpe de Estado que sustituyó nuestra precaria democracia por una dictadura civil y militar, todavía no sabemos si podremos reemplazar alguna vez -y, menos aún, de manera satisfactoria- el legado institucional del pinochetismo.
Murió Pinochet, es cierto. Pero su obra se quedó con nosotros. La “democracia tutelada” que Jaime Guzmán diseñó por encargo suyo y las políticas neoliberales que José Piñera y los “Chicago Boys” construyeron en educación, salud, previsión y trabajo, además de las privatizaciones que beneficiaron directamente a quienes apoyaron la dictadura, nos siguen acompañando. Al modo de un trauma transgeneracional, las múltiples secuelas que el horror produjo en la sociedad chilena siguen determinando la vida cotidiana de chilenas y chilenos.
Pinochet murió en la impunidad. Los asesinatos, desapariciones, torturas, exilios, relegaciones y encarcelamientos, sumados al modo opresivo y terrorista con que gobernó -quitando todos los derechos políticos, buena parte de los económicos, y en muchos casos también los civiles, a una amplia mayoría de personas- no fueron suficientes para generar un acuerdo que permitiera juzgarlo y sancionarlo. Tampoco fue suficiente el que algunos años después de concluida la dictadura, la ciudadanía se enterara de su enriquecimiento ilícito mientras era gobernante. Pinochet fue un asesino, un terrorista y un ladrón, pero murió en la impunidad y hasta el día de hoy cuenta con el apoyo y la valoración positiva de más de un tercio del país (encuesta CERC-MORI, 2023).
En un acierto que sorprendió a muchos, el presidente Piñera habló de “cómplices pasivos” al conmemorar el aniversario número 40 del golpe cívico militar: “Hubo muchos que fueron cómplices pasivos: que sabían y no hicieron nada o no quisieron saber y tampoco hicieron nada”. Hoy Piñera parece querer olvidar esas palabras suyas pues, además de dividir a la derecha, ponen en duda la autenticidad y radicalidad del apoyo de ese sector político al proceso de democratización de nuestra sociedad.
A todos sorprendió, primero, el triunfo amplio del “Rechazo” en el plebiscito de salida y, luego, el del Partido Republicano (PR) en la elección del Consejo Constitucional. ¿Cómo puede ser que una mayoría ciudadana elija como su representante al único partido que rechazó abiertamente la realización del segundo proceso constituyente? ¿No es absurdo elegir para que redacten una nueva constitución a quienes no quieren reemplazar la Constitución del 80?
Pero la paradoja generada por los electores no hace más que materializar una posibilidad que ya estaba presente en el voto del plebiscito de entrada al primer proceso constituyente. En esa oportunidad se preguntó: “¿Quiere usted una Nueva Constitución?” Una de las alternativas de voto era “Rechazo”. Es decir, las condiciones de la elección validaban que una mayoría electoral asumiera su poder constituyente para rechazar la construcción de una constitución democrática -en origen y contenido- legitimando indirectamente la constitución que nos había legado la dictadura. Una paradoja derivada de la decisión de incluir entre los instrumentos de la democracia la posibilidad de obstruir el proceso de democratización. Por absurda que nos parezca, la decisión resultaba congruente con esa norma de la Constitución del 80 que permitía que una minoría de un tercio pudiera vetar las decisiones de la mayoría para reformar la constitución. En otras palabras, nos cuesta aceptar que la soberanía reside en el pueblo. Nos acostumbramos a vivir bajo la tutela de los poderes fácticos.
Si por pinochetismo entendemos la valoración positiva de la dictadura, la defensa de su proyecto político y económico y la justificación de los “costos” que supuso en violaciones a los DDHH y suspensión de la vida democrática, éste está plenamente vigente en Chile y aspira tanto a decidir el contenido de la constitución que habrá de regirnos en el futuro, como a obtener la presidencia de la República y gobernar el país en democracia. No es de extrañar entonces que, en un comienzo, ni uno sólo de los partidos de derecha se mostrara partidario del proceso constituyente. Todos llamaron a rechazar en el plebiscito de entrada y en el de salida. Es evidente que no les desagrada la Constitución vigente.
Luis Silva, líder de los representantes del PR en el Consejo Constitucional, confesó en una entrevista reciente:
“Yo estoy en política para contrarrestar un discurso que se ha hecho casi hegemónico en la cultura y lo encuentro nefasto. […] Si ese discurso no existiera yo no estaría en política. Es decir, probablemente, si estuviéramos en los noventa yo no habría entrado en política. No me habría interesado. […] Creo que el Partido Republicano […] responde precisamente a la existencia de ese discurso. […] A mí me parece que en la derecha -y esto vale para la Concertación también- fueron dejándose intimidar por un discurso que los hizo sentir responsables de la desigualdad”.
De manera oblicua, Luis Silva alude al discurso que las nuevas generaciones de izquierda han instalado en el país a través del Frente Amplio y, sobre todo, de los movimientos sociales. El discurso crítico de las políticas de los últimos 30 años, el discurso de la desigualdad socioeconómica, el discurso crítico de “las dos derechas” (la tradicional y la de la Concertación), el discurso antineoliberal, el discurso feminista, el discurso LGTBIQ+, el discurso de la descolonización, el discurso medioambientalista, etc. Ese discurso primó en la Convención Constitucional y tuvo una fuerte influencia en la propuesta de constitución que fue rechazada en el plebiscito de salida, una vez que se activaron los estereotipos y prejuicios chauvinistas de la cultura tradicional chilena.
Parece claro que existe una pugna cada vez más explícita entre dos concepciones de país. La derecha apuesta por una sociedad económicamente desigual y estratificada, al mismo tiempo que por una cultura homogénea. La izquierda, en cambio, propone mecanismos para disminuir significativamente la desigualdad socioeconómica y validar la diversidad cultural (étnica, sexo-genérica, de estilos de vida, etc.).
Un problema grave de la discusión es el intento que realizan algunos grupos por validar los respectivos puntos de vista a través de discursos esencialistas. En un esfuerzo por instalar en las instituciones de la República las ideas de su comunidad, los militantes del PR hablan como caballeros cruzados, afirmando abiertamente que sus convicciones valóricas son objetivas y deben ser asumidas por toda la sociedad cuando ellos son apoyados por la mayoría. Quienes tienen creencias diferentes deben acatar. Después de todo, “Dios está con nosotros”, sostiene José Antonio Kast, máximo líder del PR, conversando con Gonzalo Rojas (en YouTube). La respuesta del fundamentalismo de izquierda es que “nosotros estamos en el lado correcto de la historia”, que las creencias de “los pueblos ancestrales” deben ser respetadas en todos los casos y lo mismo debe ocurrir en las relaciones sociales con las autocomprensiones sexo-genéricas.
Somos fundamentalistas cuando nos consideramos depositarios de una revelación y exigimos que todos ajusten su comportamiento a lo que en ella se establece. Obviamente no es un problema para la democracia que algunas personas crean, deseen o practiquen privadamente -y sin transgredir la ley- algo distinto a lo que creen, desean o practican otras personas. El problema surge cuando las primeras intentan imponer sus creencias, deseos o prácticas a quienes no las suscriben.
En un famoso artículo titulado “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, Richard Rorty sostiene que “Thomas Jefferson dio el tono de la política liberal norteamericana cuando dijo que ‘no es un ultraje que mi vecino diga que hay veinte dioses o no hay ninguno’”. Las palabras de Jefferson, dice Rorty, le ayudaron a entender que se puede separar la política de “las cuestiones de importancia última”, esto es, “que las creencias comunes de ciudadanos sobre estas cuestiones no son esenciales para una sociedad democrática”. En otras palabras, que podemos diferir sobre el origen y sentido de nuestra existencia o las condiciones de realización de la vida buena -esto es, las cuestiones éticas, estéticas y/o epistémicas que nos parecen fundamentales- y, sin embargo, convivir respetuosamente dentro de una misma institucionalidad. Aún cuando en privado a algunas personas les produzca náuseas, indignación o tristeza saber cómo viven otras. Thomas Jefferson no quería descartar ni combatir la religión, dice Rorty, le bastaba con privatizarla: “considerarla irrelevante para el orden social pero relevante —y quizás esencial— para la perfección individual”.
Desde el punto de vista de la psicología de la influencia de Serge Moscovici, lo que se está discutiendo hoy en Chile es el lugar de la objetividad y el de la preferencia en las normas que nos regirán en los próximos años. Es decir, en qué áreas y de qué manera podrá elegir cada cual su forma de vivir y en qué áreas esto será establecido uniformemente por el Estado y los principios y reglas constitucionales.
El PR y otros grupos conservadores chilenos (con fuerte influencia católica y evangélica) en dónde se ubica buena parte de la gente que se identifica con los partidos de derecha, se oponen, por ejemplo, a cualquier forma de despenalización y legalización del aborto, al matrimonio igualitario, a la distinción legal entre sexo y género, al reconocimiento de las naciones indígenas, etc. Entre ellos hay quienes no se encuentran convencidos de la necesidad de separar las iglesias del Estado e intentan validar universalmente su moral religiosa como “ley natural”. En otros temas, en cambio, promueven la “libertad de elección”. Que las personas elijan su sistema de salud o su administrador previsional o el establecimiento educacional al que asistirán sus hijos (colegios e instituciones de educación superior, incluidas las confesionales). Pero claro, como todas estas elecciones están mediadas por el dinero, cada persona y cada familia deberá restringir sus alternativas a las oportunidades estratificadas que sus ingresos le permiten. Como se dice en la cultura conservadora chilena desde los tiempos de la hacienda: “cada oveja con su pareja”. También promueven que la ciudadanía elija libremente entre las candidaturas de representación política, sin establecer de antemano la paridad de género en cargos de autoridad. La situación tradicional, en la que las mujeres ocupan los espacios domésticos y los hombres los cargos públicos, no les produce incomodidad.
El discurso progresista, en cambio, reivindica el derecho de cada cual a elegir su género con independencia del sexo con que nació, a elegir su cónyuge sin otra restricción que la mayoría de edad y la lucidez necesaria para proporcionar consentimiento y a decidir libremente la interrupción o mantención del embarazo en las primeras etapas de la gestación. También la libre elección de un estilo de vida, sin otra restricción que el respeto por las elecciones de los demás. En el caso de las naciones indígenas, en cambio, la izquierda tiende a emplear la estrategia opuesta. Argumenta que las naciones indígenas existieron desde mucho antes que se instalara el Estado de Chile y deben ser reconocidos los derechos que heredaron de sus ancestros. En este punto no apuesta por la preferencia sino por la objetividad. El argumento asume una forma extrema cuando se sostiene que incorporar aspectos de las culturas indígenas en estilos de vida diferentes a los suyos debe ser considerado una forma ilegítima de “apropiación cultural”. Curiosamente, también existe una manera opuesta de extremar el argumento. Fue el caso de la convencional Francisca Linconao, cuando exigió ser tratada en su dignidad de Machi (chamán de la cultura mapuche) dentro de la Convención Constitucional. Esta forma de pensar se aplica también a la reivindicación de las identidades sexo-genéricas, cuando se habla de mujeres encerradas en cuerpos de hombres y hombres encerrados en cuerpos de mujeres. El pensamiento esencialista aparece a veces en las reivindicaciones progresistas, anulando el ideario liberal que las impulsó.
La reivindicación de la paridad de género en el pensamiento progresista tiene un sentido diferente. Aparte de constituir una forma de acción afirmativa para reparar la exclusión histórica de las mujeres de los espacios políticos en los que se decide su forma de vida, es también la valoración política de la perspectiva asociada a una experiencia vital particular.
En lo que respecta a la provisión de servicios básicos, en especial salud, educación y previsión, la izquierda apuesta por terminar con el carácter subsidiario del Estado -establecido implícitamente en la Constitución del 80- y desarrollar sistemas integrados que proporcionen una salud, educación y previsión homogéneas y de buena calidad a toda la población. Que el “rascarse con las propias uñas” no sea el principio rector para la provisión de estos servicios. La razón es que, si no se cuenta con una buena educación, una buena atención de salud y una previsión adecuada, no es posible competir en el mercado en condiciones mínimamente justas.
La confrontación entre ambos proyectos es cada vez más clara. Se expresa en lo político, en lo económico y en lo cultural. Y supone decisiones diferentes sobre el lugar de la objetividad y el de la preferencia en los principios y reglas que deben ser establecidos constitucionalmente. El principal desafío para la derecha es no quedar encerrada en las propuestas fundamentalistas del PR ni la herencia dictatorial de la Constitución del 80, perdiendo la oportunidad de hacer política pensando en el futuro, después de abandonar el lastre del pinochetismo. El desafío de la izquierda, en cambio, es aceptar en plenitud la democracia liberal, promoviendo su interpretación de la sociedad y del Estado desde la reivindicación de las libertades. En este sentido, es interesante considerar el amplio apoyo que tuvo la campaña “No + AFP” y, al mismo tiempo, el que generó la campaña “Con mi plata no”. La ciudadanía no quiere ser controlada por el gran capital privado, pero tampoco quiere ser controlada por el Estado. Su fantasía parece ser la de una sociedad de trabajadores propietarios que, en alianza con un Estado participativo, transparente e inclusivo construye progresivamente una sociedad más igualitaria y diversa. ¿Podrá una sociedad como esa ganarle al “peso de la noche” y la herencia pinochetista en el tiempo que viene?