Por Xaviera González Bermúdez
Psicóloga de la Universidad Diego Portales, Magíster en Psicología Social, de la Universidad Alberto Hurtado, defensora de niñeces y juventudes y amante de las conversaciones profundas sobre transformación social.
En este año de conmemoración de 50 años del Golpe de Estado chileno, y tomando en consideración el polarizado clima político actual, me he sentido llamada a plasmar estas palabras para manifestar mis opiniones, sentires y preguntas.
Mi generación y las más jóvenes nacimos y crecimos en democracia. Puede ser que mucho de lo que ocurrió en dictadura nos parezca nebuloso, sobre todo porque llegado a nosotros a través de relatos de familiares y otras personas mayores. Pese a ello, creo que no por no haber estado vivos en ese momento no estamos profundamente involucrados en la dictadura y sus consecuencias. Por el contrario, pienso que lo que pasó en esos años está cristalizado en la memoria emotiva-familiar de todos los chilenos y chilenas, memoria que se transmite de generación en generación. Se trata de experiencias que han dejado huella en nuestra historia familiar y social más allá de los libros y que han contribuido a formar las personas que somos hoy.
En este contexto, creo que no es posible avanzar en la construcción de una sociedad justa, solidaria y colaborativa hacia el futuro mientras no tengamos una instancia verdadera de diálogo, escucha y reconocimiento de los hechos del pasado en conjunto con todos los sectores políticos y sociales. Tenemos que establecer ciertos mínimos para demarcar los límites de la realidad y de nuestra historia. Si no podemos contarnos a nosotros mismos quiénes somos, vale la pena preguntarse, ¿somos realmente una “nación” o lo único que nos une es un territorio compartido?
Estamos cada día más cerca de convertirnos en una sociedad esquizofrénica. En la medida en que sigamos vociferando hechos mezclados con fake news cada uno desde nuestra vereda polarizada, nada va a tener sentido, y sin objetivos, es muy difícil avanzar hacia alguna parte. El debate social se ha ido poniendo cada día más ridículo, superficial, agresivo y poco constructivo. La gente no está interesada en tener conversaciones serias ni profundas, todo nos produce tedio y, si no nos afecta directamente, no es importante.
En este año de conmemoración de 50 años del Golpe, es posible que mucha gente no esté interesada en tener un debate o una conversación al respecto. Pero no tener una conversación en torno a esto, no impulsar con todas las fuerzas un diálogo serio y profundo, va a tener como consecuencia que reforcemos el clima de odiosidad y rencor en el que vivimos hoy y que no logremos ponernos de acuerdo ni siquiera en aspectos mínimos sobre cómo queremos vivir.
Lo primero es reconocer la verdad y eso implica contar la historia de lo que Chile vivió durante el gobierno de Allende, el Golpe de Estado y la posterior dictadura. Esto implica transparentar con evidencia y argumentos qué fue lo que pasó antes del Golpe, es decir, los elementos precursores del mismo, cómo se llevó a cabo, quiénes fueron los actores principales de la obra, y por supuesto, qué aconteció después, a lo largo de todos los años que Pinochet estuvo en el poder.
Se requiere una revisión honesta de las acciones que los distintos actores y sectores sociales cometieron en ese período y que precipitaron y mantuvieron el conflicto violento. Esto no quiere decir que tengamos que impulsar una historia única y oficial; más bien se trata de construir un tejido de múltiples historias, todas las cuales merecen ser contadas y evidenciadas. Si queremos esclarecer lo ocurrido y aprender sobre ello, tenemos que propiciar todas las instancias posibles de información, educación y reflexión colectiva.
Reconocer la verdad (y las múltiples verdades) es el primer paso para establecer un mínimo civilizatorio: no queremos que esto se repita y para evitarlo no sólo buscaremos justicia, reparación y una sanción social generalizada respecto de las violaciones a los Derechos Humanos, si no que también pondremos como norte de nuestro proyecto político y societal valores como la libertad de pensamiento, el diálogo, el respeto a la diversidad, la importancia del valor de la vida pero también la autonomía, y todo aquello que nos permita construir una convivencia sana en la que prevengamos el conflicto social violento.
No es posible que a 50 años todavía permitamos que personajes públicos se salgan con la suya maltratando a las víctimas de la dictadura en los medios de comunicación, diciendo que nunca fueron torturados o violados, promoviendo estereotipos y justificaciones absurdas como que “si los detuvieron por algo fue”, o sencillamente minimizando la importancia de los vejámenes infligidos en pos de una valoración exagerada de ciertos atributos económicos de ese período. Tampoco es aceptable que permitamos homenajes o tributos a figuras que asesinaron y torturaron a sangre fría a tantos chilenos y chilenas, y menos es aceptable que torturadores y asesinos estén impunes y ejerciendo cargos de poder en el presente.
Las víctimas de la dictadura no son un puñado de comunistas radicales armados que querían destruir el país. Las víctimas son incontables, miles, son niños, niñas, mujeres embarazadas, hombres jóvenes, familias, parejas, abuelos y abuelas, músicos y artistas, mapuches, campesinos, trabajadores, profesores, gente de todos lados. Gente que militaba en partidos de izquierda, sí, pero también gente que decía cuáles eran sus opiniones políticas o que luchaba por alguna causa o ideal. También fueron simplemente gente pobre que fue aniquilada por presentar un “peligro” (por sus números) al poder establecido.
En países como Alemania el Código Penal desde 2005 tipifica la exaltación del nazismo como una de las formas del delito de incitación al odio racial y contempla penas de hasta tres años de cárcel. En Francia son considerados delitos penales tanto la apología de los crímenes de guerra y contra la humanidad como el negacionismo del Holocausto o del genocidio cometido contra los armenios. Y de la misma manera ocurre en muchos países de Europa, principalmente los que fueron afectados por la ocupación nazi. En Chile deberíamos seguir ese estándar y comprometernos de manera transversal con llamar las cosas por su nombre y respetar los mínimos democráticos que permiten la convivencia social.
Hoy en día estamos polarizados con respecto al tema de la dictadura de la misma manera en que estamos polarizados en torno a casi todos los temas políticos, económicos y sociales. Pero pareciera ser que la polarización “basal”, esa a la que vuelven todas las otras y que de alguna manera provee sustento a muchos de los argumentos en torno a los debates sociales actuales, está siempre en torno a lo que fue el gobierno de la Unidad Popular (UP) y la dictadura militar. Quiénes eran los buenos, quiénes eran los malos, quiénes se vieron afectados, cuáles fueron las justificaciones de las distintas acciones que se llevaron a cabo, qué período destruyó más al país, qué período tuvo los peores números, quiénes estuvieron involucrados y cuál fue su legado.
Lo cierto es que no podemos saber cómo se hubiera desarrollado la historia si algunas cosas hubieran sido distintas. Lo que pasó en ambos períodos históricos nos llevó al punto en que estamos hoy, con todo lo bueno, lo malo, lo horrífico y lo valioso.
Hay quienes toman la admiración y palabras de alabanza que Boric ha usado para referirse a Allende como excusa para tildarlo de comunista, antidemocrático y violento, y para señalar que está generando animosidad en el país. Pero hay algo que todos debemos reconocer, y es que no podemos poner a Allende en el mismo escalón que a Pinochet. No es comparable admirar a un presidente electo democráticamente, que tenía una ideología clara y que gobernó en consecuencia con sus ideales (con los miles de aciertos y errores que ello significó), a justificar o reivindicar las acciones de quien complotó con potencias extranjeras a espaldas de ese presidente para derrocarlo de manera violenta por estar en contra de esos ideales.
Contemos la historia sin tapujos.
Si derrocáramos con violencia y tortura a cada gobernante que toma decisiones con las que no estamos de acuerdo, no tendríamos ningún derecho a jactarnos de ser un país democrático. Y es que la democracia es un bien tan escaso en estos tiempos, tan manoseada, tan degradada; tan importante y esquiva a la vez. La queremos porque es la única forma conocida que tenemos para coexistir en este enorme mundo, pero a la vez la odiamos, porque no nos permite alcanzar las condiciones mínimas para subsistir dignamente.
Al contar la historia no podemos dejar de lado el inmenso poder que tenían las personas cuyos intereses se vieron amenazados con las reformas que impulsó el gobierno de Allende. Y no podemos perder de vista que esas reformas fueron tanto o más legítimas que las que podría haber impulsado cualquier otro gobierno, de acuerdo con las facultades que nuestra democracia presidencial confiere al máximo gobernante para definir el destino de un país. Por ejemplo, en el caso de un gobierno de derecha neoliberal que corta derechos sociales para potenciar el desarrollo económico individual.
Podemos no estar de acuerdo, pero si el pueblo elige a este gobernante para que lidere el país, el pueblo debe asumir responsabilidad por aquello, y en eso se diferencia un gobierno elegido democráticamente a uno impuesto por la fuerza. ¿O no?
Quizás no nos gusta el sistema político en el cual un presidente elegido democráticamente sea el que represente nuestros intereses. Porque no confiamos en los políticos, porque no saben cómo viven las personas comunes, porque siempre son egoístas. ¿Cómo podemos entonces encontrar un sistema político mejor? ¿Uno que sea más democrático, más participativo, que nos represente mejor y nos permita sentir que la vida política va en concordancia con nuestras necesidades y sueños?
Eso es harina de un costal levemente distinto y compete a la discusión sobre la Nueva Constitución. Sabemos lo desvirtuada que está esa discusión en estos momentos, sobre todo por el clima de polarización que nos asfixia y paraliza. En el proceso constitucional actual cualquier movimiento de avance hacia una dirección significa un paso en falso porque no genera consenso en cómo realmente queremos vivir. En ese sentido, hay una discusión previa a alcanzar una nueva constitución que genere amplios consensos, y es la que tiene que ver con nuestra historia y quiénes somos.
Se puede criticar mucho del gobierno actual desde distintos puntos de vista, pero si hay algo que se rescata en estos 50 años, es la valentía para poner los temas de la dictadura sobre la mesa de manera categórica y no aceptar ambigüedad respecto del discurso social que vamos a permitir.
La cultura la hacemos las personas, nuestros principios se hacen carne a través de nuestras prácticas y discursos, y forjan los límites de la realidad. Dialogar no es simplemente hablar, es un proceso circular de emisión y recepción de mensajes, en un contexto dado, transformando las ideas en conjunto. Dialogar es escuchar, es guardar silencio, es expresarse con altura de miras y buscar argumentos que se basen en criterios consensuados de lógica/ciencia/datos/experiencias. Para dialogar se necesita construir pisos mínimos de ética, moral y respeto.
No podemos construir una cultura que nos incluya a todos si no aprendemos a dialogar.
Lo que nos falta para proyectarnos más sanamente como sociedad de aquí a los próximos 50 años es generar un cambio individual que vaya de la mano con un cambio colectivo. Implica posicionarnos desde la empatía hacia quienes son distintos a nosotros, escuchar más que hablar, explicar los puntos de vista sin atacar, admitir los errores cometidos, buscar soluciones constructivas, usar el asertividad a la hora de comunicarnos, y aprender a corregir nuestros rumbos cuando sentimos que nos estamos alejando de lo que nos brinda paz.
Lo que es adentro es afuera. Tenemos que ser mejores personas para construir mejores relaciones dentro de la sociedad y dejar un mundo un poquito mejor para los que vienen. Deberíamos aprovechar esta instancia de 50 años para pensar sobre lo que hemos vivido y compartirlo, pero también para reflexionar sobre qué rol queremos jugar de aquí en adelante con los otros.