Por Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social. Analista del discurso. Investigador de las relaciones de reconocimiento, violencia y poder y sus efectos en los procesos de subjetivación.
El desarrollo de políticas de seguridad plantea dos problemas al mundo progresista. En primer lugar, le obliga a repensar la relación entre sociedad y comunidad en las relaciones sociales. En segundo lugar, le exige preguntarse por el papel de las instituciones policiales, militares y jurídicas en la integración social del país.
Históricamente, la izquierda chilena -y probablemente también otras izquierdas en el planeta- ha pensado la convivencia social empleando categorías originadas en el cristianismo. La fraternidad cristiana ha sido la clave con la que este sector ha pensado sus utopías políticas. Tanto la vertiente comunista, como la socialcristiana y la de buena parte del socialismo de raíz marxista, además de algunos grupos dentro del Frente Amplio, se han mostrado de acuerdo con el sueño de una comunidad universal, cuyos valores fraternos habrán de reemplazar algún día la organización jurídica, policial y militar del Estado. En este sentido, el comunismo no es otra cosa que una versión secular, terrenal, del “reino de Dios” al que aspira el cristianismo. Esto es, la plena realización del mandato de Jesucristo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
La declaración realizada por el presidente Gabriel Boric en su última cuenta pública, tiene mucho que ver con esto. No basta con preocuparnos por los efectos de la delincuencia, dijo, también debemos actuar sobre sus causas. El sueño de la izquierda es poder generar una sociedad tan amable, amorosa, justa y solidaria que la convivencia fraterna entre sus integrantes elimine toda razón para delinquir. Ese sueño es explícito tanto en la utopía comunista, como en algunas declaraciones específicas del Frente Amplio sobre solidaridad, cuidados, niñez, convivencia respetuosa entre los diversos, animalismo, indigenismo, disolución de las “masculinidades tóxicas”, delincuencia, etc. En otras palabras, una parte considerable de la izquierda sigue soñando con una comunidad universal -para la sociedad chilena al menos- capaz de absorber y disolver los conflictos y violencias más intensos de la vida en común. Los comunistas apuestan a un cambio en las relaciones económicas como factor de transformación social, los frenteamplistas, en cambio, ponen la mayor parte de sus fichas en la modificación de prácticas culturales institucionalizadas.
Cuando se piensa de este modo, se densifican valóricamente las prácticas comunitarias que dan lugar a nuestra sociedad mínima, es decir, a la convivencia social básica regulada por las leyes e instituciones. De este modo, se pone en cuestión el pluralismo ético que es constitutivo de la democracia liberal. La diversidad de interpretaciones del bien y de la vida buena forma parte -al menos en teoría y regularmente también en la práctica- de la convivencia liberaldemocrática. Esto es así debido a que la democracia liberal intenta resguardar la libertad personal y grupal en la deliberación y decisión sobre los fines de la propia vida. Una comprensión densa del bien que intente organizar las vidas de todo(a)s a través de una institucionalidad y una juridicidad asentadas sobre los valores exclusivos de una comunidad, deviene en totalitarismo.
Aceptar el carácter tenue (Walzer, 1996) de aquella comprensión del bien y de la vida buena (comunidad valórica) que habrá de sostener las instituciones y las leyes, es concebir una sociedad más desahogada. Una sociedad en la que existe un pacto social que impide la identificación de los valores y prácticas universalmente compartidos, con la densidad y exclusividad valórica de una comunidad en particular. Múltiples comunidades podrán socializar, orientar y supervisar a sus integrantes en valores, creencias y prácticas singulares, pero entre esos valores, creencias y prácticas ha de estar el respeto por comunidades alternativas (que tienen una idea distinta del bien y de la vida buena) y por las leyes e instituciones que organizan la vida en común, validando el pluralismo ético, estético y epistémico que forma parte de la complejidad de la vida social. De lo que se trata, entonces, es de concebir una sociedad en dónde el carácter tenue de las normas fundamentales admite la preferencia personal y grupal por estilos de vida diversos.
Para la izquierda esto supone un desafío. Debe abandonar el sueño utópico de la plena identificación de sociedad y comunidad y aceptar que sólo puede ser universalizada una comunidad de carácter tenue, es decir, la intersección de los valores más básicos, más elementales, de las distintas ideas del bien que conviven en esa sociedad y son compatibles con sus instituciones y sus leyes. Pero una vez aceptada esta situación, no puede sino hacerse cargo de la desilusión que supone para sus esperanzas tradicionales. Ya no tiene sentido aspirar a que la fraternidad universal (vinculada al sueño utópico de comunidades densas: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”) reemplace las instituciones jurídicas, policiales y militares, ni que la socialización valórica en una única comunidad universal haga imposible las transgresiones al orden social. Siempre habrá prójimos más próximos que otros. Y siempre existirán quienes transgredan las leyes e intenten escapar a las exigencias de las instituciones. Más aún, siempre habrá quienes no estén de acuerdo con el orden social democrático y liberal e intenten reemplazarlo por la fuerza. Es ahí donde las instituciones jurídicas, policiales y militares encuentran su razón de ser en el ideario de la izquierda y el progresismo.
Es totalmente equivocada la afirmación -repetida por muchos políticos y periodistas- que dice que, en la agenda de la izquierda y el progresismo, la seguridad no es una preocupación fundamental. Por el contrario, parecen existir buenas razones para pensar que la seguridad es el corazón de ese proyecto político. Sin embargo, para sostener eso necesitamos distinguir entre dos formas radicalmente distintas de concebir la seguridad.
La primera de ellas se centra en la propiedad, no en las personas. Lo que importa es la protección de los bienes y sólo de manera secundaria o derivada, la protección de las personas. Por ejemplo, una crítica que se repite en contra de nuestro código penal es que establece penas más duras para los delitos contra la propiedad que para los delitos contra las personas.
Las formas más radicales de este enfoque se dan tanto en la delincuencia organizada como en las instituciones militares y policiales. Se trata de un chantaje: “te ofrezco protección a cambio de tu subordinación a mis deseos y órdenes”. Es el clásico acuerdo estratégico que las mafias imponen a las prostitutas, el que caracteriza gran parte de la explotación sexual en Chile y el mundo. El protector es, también, un explotador. Las múltiples formas de corrupción, abuso y transgresión del orden democrático en la historia de las fuerzas armadas y policiales del país son una expresión más de su clara confusión entre protección, abuso y explotación. El derecho de propiedad que algunos reivindican parece alcanzar también a las personas, al menos en su imaginación.
Una de las formulaciones más radicales de esta comprensión, se plasma en la “doctrina de la seguridad nacional”, impulsada por los Estados Unidos (EE. UU.) entre los gobiernos y las fuerzas armadas de América Latina en las décadas del 60, 70 y 80 del siglo pasado.
La Escuela de las Américas -instalada por los EE. UU. en Panamá- formó durante varias décadas a quienes organizaron y dirigieron la “guerra contra el enemigo interno” para garantizar la “seguridad interior del Estado”, versión generalizada de la guerra fría en nuestro continente. La persecución de “los comunistas” -y sus aliados políticos (socialistas) y de clase (obreros, campesinos, pobladores)- fue la principal tarea de quienes se formaron en esta doctrina. El Golpe de Estado de 1973 en Chile, permitió la aplicación meticulosa de los principios y dispositivos del combate militar y la guerra sucia que promovía la Escuela de las Américas, a la destrucción de la “vía chilena al socialismo” que propiciaba Salvador Allende. Augusto Pinochet encargó a Manuel Contreras y la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) la realización de esta tarea. La tortura, las desapariciones, las ejecuciones sumarias y, en general, el terrorismo de Estado, reemplazaron el estado de derecho, la institucionalidad democrática y el respeto por los derechos humanos en el país, durante casi dos décadas.
Parece relevante considerar que la idea del “enemigo interno” característica de la “doctrina de la seguridad nacional” es la que permite validar en el discurso la represión militar y policial (en su versión legal) y la “guerra sucia” (cuando opera fuera de la ley). El discurso público de la dictadura acuñó formas de descalificación de los adversarios políticos que le permitieron desconocer sus derechos y validar la represión sobre los mismos, despolitizando y deshumanizando su existencia.
Hoy el discurso sobre la seguridad que se encuentra asociado al abuso “protector”, se ha ampliado al mundo del narcotráfico y las bandas delincuenciales organizadas. Si te quieres asegurar de que el gran jefe narco (y de tantos otros negocios en la misma población) no ponga tu vida en su mira, es mejor construir una alianza con él. Como los señores feudales y los reyes de la Edad Media europea, los narcos protegen a su gente, para obtener su apoyo y poder abusar de ella cada vez que lo desean.
¿Es posible construir una política de seguridad progresista que supere el círculo vicioso de protección, abuso y explotación que está instalado en el país? Como mucho(a)s señalan, eso requiere un trabajo de largo aliento en la transformación de las fuerzas armadas y policiales. Es necesario provocar su identificación con la probidad y el Estado democrático. La misma identificación que necesitamos para jueces, funcionarios judiciales, abogados y demás integrantes del “poder judicial”.
Pero no basta con eso. Es necesario dar a esa política de seguridad un horizonte universal que permita a las personas soñar con una sociedad diferente. Esto no significa, por supuesto, validar la existencia de intereses universales a priori. El carácter más o menos universal de un interés dependerá de la capacidad política que tengan aquellos que lo asumen para generalizar su presencia en las prácticas de una colectividad. La perspectiva del progresismo y de la izquierda asume un punto de vista sistémico, cercano a nociones como “seguridad humana” (propuesta por Naciones Unidas) y “seguridad ciudadana”. Interpretada de este modo, la seguridad puede ser considerada la gran preocupación -y en cierto sentido la única preocupación- de su pensamiento político. Porque la seguridad es relevante para este sector en dos sentidos complementarios: la realización de la justicia (derechos) y la promoción de la solidaridad (cuidados). Ambas condiciones -justicia y solidaridad- van aparejadas a la construcción de la libertad. Sin seguridad no puede haber libertad. Y sin justicia y solidaridad la seguridad no puede ser universalizada.
En una óptica de ampliación progresiva, los objetivos de una política de seguridad democrática con propósitos universales, debe sustituir la defensa exclusiva de intereses particulares. Primero por el reconocimiento de derechos y, luego, por la construcción de un nuevo pacto social que incluya el establecimiento de una política de cuidados orientada a la valoración de las cualidades y capacidades de una población diversa.
Lograr la universalización de una política de seguridad orientada al establecimiento de derechos y cuidados y, por ende, libertades, en el conjunto de la ciudadanía, es el gran desafío que hoy enfrentan la izquierda y el progresismo en nuestro país. Para eso se requiere, en primer lugar, de un discurso que integre con claridad esas ideas y, en segundo lugar, de la coordinación, reformulación (o refundación) institucional necesaria para que ese proyecto sea viable.
Referencias:
Walzer, M. (1994) Moralidad en el ámbito local e internacional. Madrid: Alianza, 1996.