Por Iskra Pavez-Soto
Trabajadora social, Máster en Escritura creativa y Dra. En Sociología. Académica independiente y escritora.
Rosymar es una joven mujer de carácter difícil, sensible y respondona. Rebelde, le decía su madre, tal como su melena rizada de color azabache que junto a sus ojos negros y unos labios carnosos le dan un aire de sensualidad subversiva a su delgada y petisa figura. Rosymar es una de las más de quinientas mil personas de nacionalidad venezolana que han llegado a Chile durante los últimos cinco años -desde el Estallido Social, pasando por la Pandemia-, según los registros oficiales. Sin embargo, junto a los millones de venezolanos que se han visto obligados a salir de su país y buscar mejores condiciones de vida en el extranjero, también han emigrado, digámoslo, algunos “malandros” que roban o trafican a personas vulnerables con dudosos fines. Esta fue la triste historia de Rosymar, nuestra rosa bañada en aguas caribeñas.
En Venezuela, Rosymar vivía en una barriada en las afueras de Maracaibo junto a sus papás, sus tres hermanitos y la numerosa familia de su querida tía Olga -hermana de su madre-, quien tenía cinco hijos y un marido borracho y holgazán. Era una casa de ladrillos a medio acabar, con una habitación dormitorio para todos los inquilinos y otra que hacía las veces de sala, comida y baño y un patio con un árbol de mango donde nuestra protagonista solía subirse a mirar las casuchas y las llanuras lejanas. Rosymar dormía en un colchón en el suelo junto a sus hermanitos, en un zigzag de patas y cabezas; durante el día, a veces, iba al colegio y otras, tenía que quedarse cuidando a sus hermanitos, cocinar y hacer el aseo.
Una noche calurosa y húmeda, ella se tapaba y destapaba con la sábana, porque los mosquitos atacaban su piel oscura, sin embargo, de pronto sintió unas manotas empapadas y callosas que recorrían sus muslos, se despertó asustada con un gritito ahogado, creyendo que era una pesadilla, pero era su tío borrachín que le hizo una señal de silencio imponiendo un dedo índice gordo y maloliente sobre la boca de la niña. Ella tenía apenas cinco años. Las caricias impropias se repitieron durante las noches de embriaguez, incluso a veces terminaban en la infamia más indescriptible y el miedo de Rosymar aumentaba, día tras día, alojándose quién sabe dónde en ese cuerpo menudo y lánguido. Nuestra heroína le contó a su madre el drama que vivía las noches de jarana, pero su mamá le dijo “que se lo merecía, porque siempre fue una niña rebelde y problemática”. Buscó ayuda en su querida tía Olga, ésta la abrazó, lloraron y le dijo “Mi niña, yo te adoro y lamento mucho lo que te pasó, pero es que tú tienes una boca muy lujuriosa que tienta a los hombres débiles; entiéndeme: yo no puedo denunciar al padre de mis hijos”… Las injusticias siguieron repitiéndose cada noche de alcohol, pero, en ciertas ocasiones Rosymar respondía con patadas a su tío ebrio o se encerraba en el baño a llorar y a cortarse los brazos. Quizás, como una forma de escapar de este infierno, a los quince años Rosymar se fue a convivir con el Toño, un vecino de cuarenta y ocho años, viudo y carismático, pero también se emborrachaba y le propinaba golpes. Cuando tenía diecisiete años, Rosymar se hizo amiga de Paula, una joven vecina que tenía a su novio trabajando de delivery en Chile y le contaba tantas maravillas del país del sur que la convenció y juntas decidieron emigrar. Sin embargo, el bus en que viajaban se averió y mientras se reparaba, Paula encontró trabajo lavando platos en un restaurante peruano y decidió quedarse ahí, pero Rosymar conoció a Gus fumando un cigarro, era un joven venezolano muy simpático, que también viajaba a Chile, él le prometió ayuda y le aseguró que con esa boquita de corazón podría abrir todas las fronteras, ella sonrió recordando el árbol de mango marucho, sus hermanitos, pero también evocó las tropelías de su tío malo y pensaba que lo mejor era irse lo más lejos posible.
Rosymar ingresó irregularmente a Chile en un furgón pirata por la zona altiplánica de Colchane, junto a un grupo de chicas latinoamericanas. Cuando llegaron a Iquique, Gus cambió de actitud, ya no era ese muchacho cordial de risa fácil, una vez que cruzaron la trocha en medio de los bofedales, actuó como lo que realmente era: un cruel coyote que le quitó sus documentos de identidad, les hablaba a gritos y durante varios meses obligó a Rosymar y a las otras chicas a ejercer la prostitución en un bar clandestino ubicado en una toma de Alto Hospicio, asumiendo una deuda de seis millones de pesos que ellas debía pagar a través de este fraude para lograr ser libre algún día.
Rosymar era una de las más cientos de mujeres extranjeras que acaban siendo víctimas de trata de personas cuyos captores las mantienen secuestradas y atemorizadas. Gus formaba parte de una organización criminal transnacional que se dedicaba a explotar mujeres indocumentadas y vulnerables. En la toma de Alto Hospicio, Rosymar conoció a un jubilado chileno que le prestó su teléfono y llamó a su tía Olga, ésta le dijo cómo escapar: engañó a Gus fingiendo un ataque de úlcera y huyó desde la posta de Iquique hacia la playa Cavancha, una vez libre, comenzó a pedir dinero y a vivir en situación de calle. En una redada policial fue identificada como una menor de edad extranjera no acompañada, por lo tanto, fue ingresada en una residencia donde accedió a educación y salud (terapia), con el compromiso de delatar a la banda de Gus con la policía, ya que dicha organización fue quien la ingresó a Chile por pasos no habilitados y la mantuvo cautiva. Pero Rosymar resistió tanta presión y justo el día que cumplía dieciocho años tuvo un episodio de descompensación emocional, con llanto incontrolado, saltó sobre los basureros de la residencia, quebró los vidrios de las ventanas y se hizo cortes en sus brazos, finalmente se subió a la reja del internado e hizo abandono institucional, corrió tan rápido que nadie pudo seguirle el rastro.
Desde hace días, Rosymar ha estado haciendo “dedo” en la carretera Panamericana rumbo al sur, esperaba poder llegar algún día a Santiago de Chile y cumplir el sueño de mejorar su vida; sus negros rulos al viento, la ropa roída y sucia y sus gruesos labios resecos por la humedad certifican un aura de desterrada.