Descentrados Chile

Cuando sólo queda el olvido

Fotografía: Leonardo Navarro

Por Leonardo Navarro A1

 

Todas las casas en donde los hombres 

han vivido y muerto

son casas embrujadas…

(Henry Wadsworth Longfellow)

 

Cada uno de nosotros tiene dos casas, 

una concreta, situada en el tiempo y en el espacio, 

y otra infinita, sin dirección […] 

Vivimos en ambas al mismo tiempo… 

(Olga Tokarczuk)

 

Casas, me libro de las paredes secas.

¡Trastornan!

(André Bretón)

 

La antigua, pero aun orgullosa casa, piensa en cuál sería su aspecto  para quien caminara por esos familiares lugares de flores amarillas; el paseante admiraría seguramente las casas vecinas, construidas posteriormente, que  muestran aún la lozanía de la juventud, comparándolas con el deterioro de sus paredes, la decrepitud de su fachada, la ruina de sus ventanas; sin embargo,  si el transeúnte elevara la vista distinguiría, a través de las desteñidas cortinas que mal protegen el ventanuco de una mansarda cuya tenue iluminación casi no  deja ver su interior, la figura olvidada del desolado habitante que aun anida allí: su sola presencia impide la total decadencia de la vivienda. 

Bastaría un pequeño cambio de luz, alguna nube caprichosa que ocultara la luna mortecina que apenas se divisa en el cielo, para que al paseante, horrorizado, le pareciera que en el tejado de esa alta habitación acecha  una enorme araña moribunda, incapaz ya de tejer su tela, esa red de hilos con los que entrelaza el tiempo y el espacio; la claraboya con sus pequeños vidrios rajados se le antojaría un ojo a ratos monstruoso, a ratos melancólico, que lo mira fijamente mientras extiende, en un mágico abrazo, sus ocho patas alrededor de la vieja vivienda y su último habitante…

*

La casa nació en la acera sur de una calle ñuñoína, por allí donde antaño terminaba la comuna. Es una vivienda de un solo piso a la que se agregó una mansarda y, con ella, la escalera de acceso a las alturas; luce una fachada con grandes ventanales enrejados, pintada principalmente de verde, con algunas notas de amarillo, sin jardín exterior, excepto una franja de pasto y algún árbol separando la vereda de la calzada;  la fachada angosta disimula el tamaño real de la casa, que se extiende hacia el interior unos sesenta metros; se entra por el mismo sendero que conduce al garaje, el que se utiliza como depósito de cosas en desuso y libros abandonados tras su lectura por el primogénito de la familia, devorador insaciable de letras impresas; al sendero se asoman las ventanas de los dormitorios del matrimonio y dos de sus hijos. 

Al comienzo del sendero está la puerta principal que se abre a un recibidor más bien pequeño a cuya izquierda se encuentra un salón con varios sillones y un amplio sofá tapizados con floreadas telas de brocato; el salón comunica con el comedor por una puerta corredera de pared a pared, allí, además de la gran mesa de roble con sus sillas, se observa un gran trinche: aparador de dos cuerpos con puertas vidriadas en su mitad superior donde se exhibe la cristalería, la vajilla de porcelana y la cubertería fina, en un juego de ocultamiento y ostentación reforzado por los juguetones rayos de sol que entran por el amplio ventanal que da a la calle; en la mitad inferior, con puertas y cajones cerrados, se guarda la mantelería de lujo; a su vez el comedor comunica con la espaciosa cocina y la provista despensa, en un rincón formado por ambas, hay una pequeña habitación destinada a la sirvienta puertas adentro, el lugar en el que el primogénito de la casa experimentó sus primeros escarceos sexuales. 

A la derecha del recibidor nace un largo y estrecho pasillo iluminado solo por la luz artificial de las lámparas de pantalla vidriada que cuelgan del cielo; el pasillo conduce a la habitación principal, frente a la cual, un espacio abierto sirve de sala de estar y, cuando hay visitas importantes, de comedor para los niños; luego dos dormitorios más, que rematan en un pequeño patio trasero en el que crecen algunas plantas, es el jardín en el cual, en días pasados, el primogénito enterró los libros prohibidos; el patio comunica al garaje por una pequeña puerta de madera.

 Al fondo del pasillo, una escalera de caracol conduce a una amplia mansarda dividida mediante un biombo de tela en dos espacios: un dormitorio y una habitación que hace las veces de biblioteca y estudio, con las paredes forradas en falsa caoba y estantes repletos de libros, libretas manuscritas, novelas premiadas, textos nunca publicados, recuerdos inconclusos, la memoria perenne de Ariel… la luz penetra por un ventanuco con pequeños vidrios del color de la imaginación, la locura, el misterio y la magia…

*

Desde su lecho en la mansarda, un envejecido Ariel, incapaz ya de actuar como un león de Dios y hacer honor a su nombre, evoca su infancia, rememora cómo su cuerpo, amparo de su alma, fue creciendo y haciéndose fuerte en las duras tierras del norte, ahí en la vecindad del desierto más seco del mundo, cómo los días fueron poblándose de amigos y diversiones, cómo aparecieron los hermanos y con ellos el afecto y la antipatía, los juegos y las peleas, los recreos y las tareas, cómo sufrió los primeros amores infantiles; recuerda cuando se produjo el traslado a la capital, la exploración de los recovecos de la nueva casa que los acogió con la alegría de un ser que, por fin, ha descubierto el sentido de su existencia, la razón por la que  fuera creada por los arquitectos, esos extraños dioses; revive las carreras por el pasillo, ruta hacia reinos mágicos poblados de sorpresas; las habitaciones, nunca cerradas con llave, aldeas secretas a la vera del corredor, visitadas cuando nadie estaba en su interior; los despertares en los que el pasillo se hacía infinito, invitando a nuevas aventuras, a descubrir nuevos reinos fantásticos en cada recodo de ese mundo desconocido al que se habían trasladado; los misterios ocultos en el aparador del comedor, que madre olvidó de cerrar; los monstruos extraterrestres que habitan en el garaje polvoriento; los fantasmas dibujados en los espejos por los destellos del sol; los ojos de seres indescriptibles que miran con hambre desde los rincones más oscuros… 

Al atardecer, esperando el regreso de los padres, solía sentarse a mirar por los ventanales la lluvia que moja las veredas, el riachuelo que corre por el borde de la calzada, preguntándose a qué países inexplorados podría llevarlo; observa a los seres que se mueven bajo el aguacero: ese pordiosero, sorprendido por el chaparrón, que busca inútilmente donde refugiarse; los vecinos que  corren presurosos en dirección a sus casas, algunos, unos pocos, más previsores, visten impermeables o se aferran al mango del paraguas que el viento intenta arrebatarles; las palomas que, despavoridas, escapan de las ventanas donde solían posarse o de las ramas del árbol solitario de la vereda; el gato que, sin importarle la lluvia, trata de atrapar ese barquito de papel que navega por el efímero riachuelo… si tan solo pudiera subirse a esa embarcación que surca las aguas… 

Después, fue transcurriendo su vida, son raros los momentos que recuerda con nitidez, más bien parecen enumeraciones de una de esas largas listas que tanto le gustan: los días de liceo, los amores juveniles, los grupos literarios, la poesía, los premios, las ferias del libro, la militancia en busca del tesoro oculto al final del arcoíris, los aciagos días de la dictadura, la clandestinidad, el exilio… y luego: la desesperanza de los últimos años, la decadencia de las utopías, la decadencia de su cuerpo, la soledad…

*

La casa envejecida recuerda también con nostalgia el tiempo transcurrido desde que fuera construida, hace casi setenta años, con el propósito de albergar, tras su traslado desde el norte, a una familia de comerciantes judíos en busca de mejor educación para los hijos… desde entonces, aún en su infancia, empezó su tarea de madre-casa: amparo, abrigo, intimidad, nutrición, lugar de existencia y seguridad para los recién llegados… 

Terminó un milenio y comenzó otro, pero a menudo la casa siente que nada ha cambiado… rememora episodios  de cuando era jovencita… recuerda, por ejemplo, aquella protesta que iniciaron los estudiantes contra el aumento de las tarifas del transporte, la que rápidamente creció hasta convertirse en la revolución de la chaucha, un estallido social generalizado, espontáneo, sin conducción; surgieron las barricadas,  los enfrentamientos, volaban las piedras, el arma de los pobres, los vehículos incendiados al ritmo de los cánticos y consignas; llegaron los disparos, el estado de sitio, decenas de muertos, centenares de heridos, el cambio de gabinete, algún logro parcial, pero después, la vuelta a lo de siempre… otras revueltas ocurrieron, recuerda, su final fue siempre lo mismo… hubo un momento en el que pareció que ahí sí todo cambiaría, la esperanza inundó el corazón de la casa y sus habitantes durante casi tres años, hasta que esa esperanza fue fusilada en las calles, los estadios, las cárceles improvisadas, en el desierto y los bosques, en las ciudades y el campo… fue en esos días cuando también la casa se vio asediada por una patrulla de soldados, tal vez en busca de Ariel… luego, otra vez la democracia y la esperanza… pero el tiempo, con su ropaje de arena y la cara cubierta con una máscara negra, comenzó a caminar nuevamente hacia atrás, empujado por una mezcla absurda de algoritmos y redes sociales… escenas ya vistas se repitieron como grabados de una fotocopiadora descompuesta, que sólo puede reproducir las mismas imágenes una y otra vez: un nuevo y simbólico octubre, un estallido social anárquico, las barricadas, los enfrentamientos, las molotov, el arma de la indignación, los vehículos incendiados al ritmo de los cánticos y consignas, los disparos, centenares de heridos, decenas de ojos explotados, el cambio de gabinete ministerial, algún logro parcial, poco después, la farsa, la vuelta a lo de siempre… 

Ahora, ya vieja, próxima a la muerte, la casa piensa en el movimiento sin fin de la historia, que al igual que la serpiente, muerde su propia cola cerrando el círculo para reiniciar un nuevo ciclo eternamente recurrente, o tal vez, se dice esperanzada, no sea eso, sino una espiral en la que cada repetición de lo mismo, cada nuevo ciclo, está más cerca del cielo…

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Ariel también rememora cuando era pequeño, correteando con sus hermanos por el pasillo de la casa, convertido en un laberinto intrincado, lleno de peligros y misterios, los gritos, las risas, las peleas contra los monstruos agazapados en las esquinas… recuerda cuando aprendió a leer, el silabario del ojo, m con a ma, ma- ma, mamá, amo a mamá… recuerda esos días en que descubrió que el sexo  era eso que revoloteaba por los rincones, cautivo entre las faldas de la nana campesina… vinieron después los días en que sus hermanos se casaron y abandonaron el hogar en busca de viviendas más modernas y fáciles de mantener, más cercanas a los lugares de trabajo y a la escuela de los nuevos descendientes… 

Luego murieron los padres… primero lo hizo Rafael, Zijronó Librajá, de bendito recuerdo; Ariel evoca el día en que se cubrieron los espejos y comenzó la shivá, los siete días de duelo, los avelim, la familia doliente, sentados en el suelo, sin zapatos ni vestimentas de cuero, las visitas de condolencia, que el Dió los  reconforte junto con todos los dolientes de Tzion ve Yerushalaim, portando bandejas con los alimentos prescritos por el ritual, las voces entonando en arameo el Kadish de los dolientes: Isgadal ve-iskadash shmei rabá, magnificado y santificado sea su gran nombre pocos años después fue el turno de Sarah, la madre, Zijronó Librajá, y se repitieron los días de la shivá… 

Ahora Ariel es un anciano recluido en la mansarda, el silencio invade su alma; uno que otro día lo visitan los hermanos, las nueras, los sobrinos con sus hijos y los hijos de sus hijos, algún primo, también con sus hijos. Por algunas horas se siente joven de nuevo, pero es una corta ilusión, pronto se niega nuevamente a bajar al salón, la escalera de caracol ahora le da miedo, le parece que por las noches se extiende hacia las profundidades de un abismo oscuro, más allá de la superficie de la tierra; otras veces es el pasillo al final de la escalera el que se convierte en un laberinto infinito, y él vaga por sus vericuetos, sin encontrar su destino… ¡cuánto le gustaría que la sinuosa escalera se extendiera hacia arriba, hacia los cielos!… pero eso no ocurrirá y, si llegara a ocurrir, él no sería capaz de trepar por ella… 

El anciano Ariel, prisionero entre los muros tapizados de libros, escucha los crujidos, los ronquidos de la casa, también crujen sus huesos cuando se levanta para atisbar por el ventanuco o para buscar algún libro o defecar esas heces cada vez más líquidas y escasas… 

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La casa rememora también cómo su cuerpo inició su decadencia… las habitaciones abandonadas comenzaron a llenarse de polvo, la electricidad cesó de iluminarlas, cada uno de sus lugares terminó finalmente sumido en el silencio y la oscuridad, sólo interrumpida por una débil luz que baja desde la mansarda ensayando unos tímidos pasos de baile en los peldaños de la escalera de caracol… 

El deterioro continuó con el descuido del jardín del patio interior, luego el desaseo de la vereda; por los pasillos comenzaron a  correr, entrechocándose, las brisas que se  filtraban por los vidrios rotos, jugando a embestirse unas con otras, cual jinetes que han perdido el control de sus corceles; el papel de los muros comenzó a llenarse de hongos que florecían como trazos abstractos de un pintor enloquecido; los carteles de cine, colgados antaño en las paredes, lucen ahora  despegados, rajados, como girones de un irrecuperable mundo fantástico; el aire, ya sin la fragancia que venía del jardín, comenzó a impregnarse de olores añejos, viciados: los olores del vapor y la suciedad, ya de nada servía que la señora que llegaba todas las semanas colocara dispositivos anti humedad por los rincones o esparciera bicarbonato en los espacios invadidos por el vaho maloliente…

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Ariel abandona la ventana de la mansarda buscando, desganado, la mesita que funciona como escritorio, en la cual descansa una máquina de escribir y su lapicera, algunos trofeos de antiguas competencias estudiantiles, libros amontonados, un cenicero, papeles desperdigados, con frases subrayadas, tachadas, ilegibles; en realidad nunca pudo escribir a máquina ni en el computador que le regaló uno de los hijos de sus sobrinos, solo el contacto  de sus dedos con la lapicera, el sonido casi inaudible de la pluma sobre el papel, le provocaban ese antiguo estado propicio a la creación, pero ahora ni eso, la mano le tiembla, la mente divaga por épocas perdidas en la maraña de la memoria, una danza de recuerdos lejanos gritan, se imponen, borran las imágenes más recientes, las imágenes del deterioro, del hundimiento, de la inalcanzable memoria del hoy, moviéndose por un dédalo de sensaciones confusas, tratando de destrabar los hilos del tiempo y el espacio tejidos por esa araña monstruosa que anida en los pliegues de su cerebro… 

Decepcionado, angustiado, decide volver a su lecho, volver a dormir, refugiarse en los sueños, pero éstos también lo remiten sólo al pasado, a las figuras de la infancia, como el de hoy, en el que se encuentra en el garaje trasformado en un mar Caribe infestado de corsarios, en medio de cruentas escaramuzas contra los enemigos, sus hermanos; en el apogeo de la batalla lo distraen unas manos que lo arropan, cierran las cortinas, encienden la estufa, depositan una bandeja con alimentos en la mesita que ahora funciona como comedor,  no recuerda quién es ni cuando llegó, le parece que es una señora que de vez en cuando desempeña las tareas domésticas, también podría ser su madre que siempre lo ha cuidado, pero su madre murió hace años ¿o está aún viva?, ¿quién es esa desconocida?, pero no sólo ella lo visita, varias figuras rodean su cama, está ese compañero que se suicidó en 1973, cercado por las fuerzas represivas, pero entonces ¿sobrevivió acaso al asedio?, está el hijo que nunca tuvo, el padre que murió tan joven, hola papá ¿cómo estás?, tanto tiempo sin verte, pero tú sabes, los viajes, las ferias literarias, las giras de promoción, qué bueno que viniste, como ves yo soy ahora más viejo que tú, pero no escucha su respuesta, la luz del amanecer lo trae, en medio de tristes bostezos, al aire enrarecido de la habitación, a los olores añejos de la mansarda.

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La casa también despierta de sus ensoñaciones a la realidad del presente, pareciera que una guezerá, una sentencia nefasta, ha caído sobre su existencia: los vidrios de las ventanas en su mayoría rotos, los postigos desencajados,  las cortinas hechas jirones, el yeso de las paredes cayéndose a pedazos… también su alma se desmorona, avergonzada por el estado actual de su cuerpo, parodia cruel de esplendores pasados que, en momentos de profunda melancolía, le parece volver a vivir, ensoñaciones interrumpidas por las ráfagas de aire fétido  que irrumpen desde su interior o por la insoportable picazón que le provoca el polvo acumulado en sus rincones; lo peor es, sin embargo,  la proliferación de esos hongos de formas caprichosas, irreconocibles, en proceso de veloz multiplicación.

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A Ariel le parece que la casa muta, cambia de tamaño,  crece con la misma velocidad con la que él empequeñece, siente que su cuerpo se encoge, pura piel y huesos, los brazos unos colgajos de cuero seco… ya no es más grande que esos niños que adivina paseando por la calle, allá abajo, en sus cochecitos empujados por sus jóvenes madres… las uñas le crecen velozmente, por suerte no le cuesta cortárselas: sus ojos le acompañan, resisten a los años, le obligan a seguir viendo la incansable repetición de las cosas… con el frío se le inflaman las articulaciones, le duele la espalda, se encorva… también su olor ha cambiado, el olor rancio entre los dedos de los pies, el olor ácido de los sobacos, el acre olor de los testículos, también ha cambiado el olor de la casa, que ahora huele a humedad y polvo…

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La humedad invernal infla la pintura de las paredes… a la casa le duele sentir esas feas hinchazones que terminarán por explotar y descascararse, dejando las paredes desnudas, sin la protección de su piel, esas paredes en las que se refleja la sombra de Ariel, una sombra cada vez más delgada, casi una línea vertical, sin anchura, que no parece el reflejo de un ser vivo, sino una tenue línea de luz que se cuela entre las cortinas mal ajustadas… a la casa le cuesta respirar, el aire viciado ya no se renueva, por sus tupidas cañerías el agua corre con creciente dificultad, produciendo ruidos roncos, misteriosos…

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Las largas, eternas, horas de sueño de Ariel se interrumpen sólo por breves minutos, sus párpados se abren con dificultad, los ruidos de la ciudad han muerto para él, ya no escucha el coro de los motores de la locomoción, no ladran los perros ni maúllan los gatos, ya no cantan los grillos ni tararean con su mágica voz las hojas de los árboles movidas por la brisa… tampoco escucha los crujidos de la casa, el rechinar de las maderas, el crepitar de los insectos que corren por los rincones, el gruñido de las ratas escondidas en las paredes… sólo escucha los sonidos del mal funcionamiento de su cuerpo: el crujido de los huesos, el ruido de la sangre que circula con creciente dificultad por las arterias obstruidas a causa de la diabetes, taponadas al igual que las cañerías y desagües de la casa, el ronco sonido, por momentos rápido, urgente, por momentos lento, casi inexistente, de los pulmones esforzándose por procesar el escaso oxígeno con que cuentan, el sonido del roce de las sábanas sobre la piel. 

La frialdad se apodera de su nariz y orejas, de sus manos y brazos, de sus pies y piernas; ya casi no come, ese ser desconocido que le visita debe a menudo llevarse la bandeja con los alimentos sin tocar, le parece estar pataleando en su moisés, me ensucié en los pañales, pero pronto vendrá madre a cambiármelos, mientras ella llega, pronuncio mi discurso en la feria de Guadalajara; las moscas revolotean alrededor de su cabeza buscando el mejor lugar para depositar sus huevos… solo quiere que todos se marchen, que lo dejen solo… encontrar el punto más allá del cual nadie conoce lo que ocurre… sumirse nuevamente en el sueño, único antídoto contra el dolor y el miedo, contra los sonidos indescriptibles de origen desconocido, contra la llamada de ese ser ignoto que lo tienta, única manera de ignorar a esos seres fantasmales, tal vez unos dibuk, espíritus malignos, deambulando sin hogar o unos ibur, espíritus dispuestos a entregarle su apoyo, trepando por la incierta escalera de caracol… seres sin rostro algunos, seres con su propio rostro otros…  

Le parece que la mansarda ya no tiene límites, la escalera de caracol desciende a los abismos, peldaño tras peldaño, infinitamente, el pasillo del primer piso se extiende hacia la nada… ya no puede concentrarse, su mente se desintegra, todo se esfuma…

Apenas logra procesar los últimos pensamientos de su cerebro agonizante: por momentos siento un deseo, una necesidad imperiosa de salir de mi lecho, volver a recorrer mi antigua casona, pasear por los laberintos de la ciudad; ver ese sol que ya nunca más saldrá para mí, sentir su calor sobre mi piel, sumido como estoy en las tinieblas y el frío eternos; escuchar las voces y las risas de los paseantes, las carcajadas de los parroquianos del bar cercano, los maullidos de mis amigos los gatos, algún ladrido lejano, sumido como estoy en el silencio absoluto; percibir la velocidad de los vehículos, de los niños corriendo en sus juegos, sumido como estoy en la inmovilidad absoluta; volver a percibir los olores, los colores, los sabores de los productos exhibidos en las ferias libres, yo que nunca más podré oler ni gustar; leer las historias contadas por las formas cambiantes de las nubes que ya nunca podré descifrar; incluso la suciedad de las calles, los borrachos tambaleándose por los oscuros callejones son parte de mi añoranza, de mi espera del momento último, cuando se detendrá el tiempo y desaparecerán los deseos, no habrá necesidad alguna y me sumiré en el sacrosanto silencio de la muerte, en las frías tinieblas de la tumba,  cuando ya no existan diferencias entre la nada y el todo, en un universo que es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna… la mente se deshace en el aire, el cerebro deja de funcionar, el corazón se detiene, sobreviene el rigor mortis

 

Pocas horas después Ariel habita ya en su nueva casa, pequeña, rectangular, fabricada con los paneles de madera de la mansarda, sin clavos ni material metálico alguno que demore su desintegración, depositada en la fosa maternal… el cuerpo de Ariel, vestido tan sólo con su tajrijim, una sencilla mortaja de lino  blanco, inicia, con una sonrisa, su descomposición: una caravana de insectos, larvas, gusanos, comienza a alimentarse de sus restos, se reproducen hasta que tras varias generaciones restan sólo los huesos, los que con los años, también desaparecerán… 

El proceso de deterioro y descomposición de la casa se prolonga, a su vez, en las maderas del cajón que contiene el cuerpo de Ariel, hasta que la humedad y los hongos provocan su desintegración… fusionados en el polvo final la vieja casona y su habitante… 

*

Con el tiempo la maleza cubre la tumba hasta hacerla desaparecer… en el terreno de la casa se levanta ahora un centro comercial… en una librería de viejo, se encuentran, años después, unas libretas que contienen un diario de muerte, escrito por Ariel en unas hojas interrumpidas aquí y allá por otra letra, otra voz, una letra y una voz desconocidas…

 

  1. Leonardo Navarro: Leonardo Navarro Alaluf. Casado, tres hijas, ocho nietos, cuatro gatos. Economista, cinéfilo, cabalista. Ha sido docente en la Universidad de Chile, Universidad Central, Universidad del Desarrollo y Universidad ARCIS y en la División de Cultura, del Ministerio de Educación, en Chile; en la Universidad de La Habana, en Cuba; en la Universidad del Comahue, en Argentina; en la Universidad Técnica de Piura, en Perú, Coordinador Académico de la Carrera de Cine en la Universidad del Desarrollo y en la Universidad ARCIS. Ha escrito y publicado textos de crítica cinematográfica para el Cine Arte Normandie y ensayos sobre Economía Política en revistas especializadas cubanas. Fue presidente de Chile Films durante el gobierno de Allende. Miembro durante varios años del Taller de Alejandra Basualto. Actualmente milita en el Taller de Poli Délano, bajo la conducción de Eduardo Contreras. Este es su primer relato publicado tras migrar a la literatura. ↩︎