Descentrados Chile

Pastora

Fotografía: Pinterest

Cuento de Cecilia Aravena Zúñiga1

Hemos vuelto al altiplano, con ochenta llamas y once alpacas. A veces nos visita Atauchi en forma de Llama, se queda algunos días, nos abriga en la noche y se pierde al amanecer. 

Crecí entre Parinacota y el altiplano. Me llamo Pastora al igual que mi madre y mi abuela, y como ellas, cuido rebaños de llamas y alpacas. Subo a las montañas durante tres días, cuidando a cien o más animales. Si no pierdo ninguna, me pagan. Con ese dinero vivo el resto de la semana. La mayoría de nosotras trabaja así. No sabemos hacer otra cosa. Algunas —muy pocas— han aprendido a leer y escribir y bajan a la ciudad a probar suerte por algún tiempo, porque cuando una quiere formar familia vuelve a la montaña a buscar un igual. A las que se quedan allá, por aquí les dicen perdidas. Mi abuela fue una de ésas, después volvió a dejar a su hija y se marchó. Años más tarde, mi madre me tuvo, tenía quince años. En mi pueblo no se acepta a las mujeres que tienen hijos solas, así es que ella se acostumbró a pastorear alejada de todos. Fui su compañía en el desierto. Me enseñó a descubrir las horas del día mirando el sol. En el silencio y la montaña vivíamos felices. Nos hicimos una casa de barro y paja con dos habitaciones, una para guardar nuestros aperos y la otra para dormir. En la noche nos arropábamos con algunas llamas. Comíamos papas, charqui y quinua. 

Hablábamos poco castellano, vivimos tanto tiempo en las cumbres, que no aprendimos. Yo lo hablo ahora.

Aprendí de niña a cuidar a la llama, a hilar su lana, preparar su carne, hacer quesillos con su leche y a intercambiar algunas partes por verduras, a veces por frutas. Una vez me dieron uvas, unas rosadas y redondas, que dejamos largo rato en la boca, para que durara más. Mi madre decía que la llama también es hija de la Pachamama y nuestra mejor acompañante en los altos. 

—Nosotras la cuidamos y ella a nosotras —repetía. 

Cada uno de los animales tenía un nombre, si su pelo era oscuro o era claro, si era abundante o más ralo, a todos los llamaba por sus vellones. Un día en que me desperté con fiebre, hizo una cataplasma con estiércol de alpaca y me dijo: 

—Lo ves hija, los animales nos cuidan y nosotros debemos hacer lo mismo, si se pierde una, pobre de nosotras. 

No supe cómo mi madre se embarazó, tal vez aquella vez en que pasaron unos hombres y ella compartió nuestro charqui. Mi hermano Atauchi nació una noche estrellada en que la Pachamama estaba tranquila, como nuestro espíritu. Gordo y de piel clara como la carne de llama, con un mechón café en la frente, era hermoso. No nos cansábamos de mirarlo, mi madre le entonaba canciones dando gracias a Tiwanaku.

Una noche tuvo un mal sueño, una llama se bebía el agua que guardábamos en alforjas y cuando mi madre intentaba beber, en las bolsas sólo había rocas, algunas pequeñas y redondas otras delgadas y filosas. Estuvo hasta el amanecer susurrando lo que la tierra le decía a través de ese sueño. Al alcanzarme la comida de la mañana, me dijo:

—Pastora, si se me pierde un animal, perderé mi sangre y mi corazón se llenará de rocas. Siempre tendré sed.

Me estremecí al oírla porque reconocí en su voz temor, como esa vez en que siendo muy niña caí montaña abajo y me sacó del despeñadero tirándome de una cuerda. La soga parecía muy delgada como para resistir mi peso, ella la había hilado antes que el sol se pusiera y sabía que si se cortaba yo podría morir de frío. Esa vez el miedo le engrosaba la voz, como ahora.

Por eso, es que ese día cuando nos preparábamos la quinua, se desesperó cuando descubrió que nos faltaban dos animales. Cómo podía ser repetía, si habían quedado arrimadas y bien alimentadas en la noche. Ellas necesitaban descansar como nosotras y reponer fuerzas. Decía que era su sueño que se venía. 

Me mandó al plano y ella se encaminó a lo alto de la montaña. Mi hermanito quedó durmiendo. Partimos antes que saliera el sol. Caminé rápido hasta el camino al poblado y no encontré a las llamas. De vuelta distinguí a mi madre que venía con ambos animales amarrados a su cintura. A medida que me acercaba a la casa, su silueta era más clara y también su sonrisa. Creí que su sueño se había evaporado como el agua de los salares. 

—Pastorcita los encontré en lo alto, la hembra anda en celo, eso los agitó. Ahora descansemos y tomemos agua.

Poco duró el alivio, porque al entrar a la casa vimos que mi hermanito no estaba. 

— ¡Atauchi!, ¡Atauchi! Gritamos lo más fuerte que pudimos, pero él no respondió. Todo era mudo, como el suelo que pisábamos. 

Fueron horas de ir y venir por los mismos caminos, hasta que el sol se puso. No supimos qué pasó con él. Mi madre se quedó parada en la entrada de la casa.

— ¡Qué tonta he sido, pensando en las llamas o en las alpacas! Lo más preciado que tenía era mi hijo, no lo entendí y la Pachamama me lo ha quitado. Ahora él es desierto y yo seré piedra para siempre.

Y lo fue, porque no le sacaron lágrima, ni lamento, cuando se la llevaron a la ciudad y la encerraron. Ni cuando me llevaron lejos a vivir con una tía. Tampoco cuando le gritaron asesina, en el tribunal. 

Hace unos días la fui a buscar a la cárcel, después de seis años. La traje a nuestra casa en la montaña. Al amanecer apareció una llama muy clara con un vellón café en la frente. Era Atauchi. Ella la abrazó y le pidió perdón. Por fin pudo llorar. Su corazón ya no será más de roca.

  1. Cecilia Aravena Zúñiga: Asistente Social, Máster en Ciencias Sociales, casada, dos hijos y dos nietas. Trabajó en la Vicaría de la Solidaridad hasta 1990, luego fue docente en la Universidad Católica de Curicó, Instituto del Valle Central y en la Universidad Autónoma del Sur y desde 1993 trabajó en el Ministerio de Desarrollo Social y Familia. Miembro del Taller de Poli Délano desde el año 2007, y miembro de la corporación Letras de Chile desde el 2014. Ha publicado los libros: “Fragmentos de Chile” (2018, cuentos), “La verdad secuestrada” (2019, novela), en coautoría con Eduardo Contreras Villablanca, “Estación Yungay” (2020, novela) y el libro de cuentos de ciencia ficción “Investigando humanos y otros cuentos para el fin del mundo” (2020), ambos también en coautoría con Eduardo Contreras Villablanca. Su última novela publicada es “Proyecto D and D” (2022, Espora). Tiene más de diez cuentos y poemas publicados en antologías como: Entrepuentes; (2007, de Mago editores), “El taller de Poli Délano” (2017, Espora), “¿Están escribiendo?” (2019, Espora); Antología de poesía chilena reciente” (2020, libro digital de Letras de Chile), Antología del cuento chileno reciente” (2022, libro digital de Letras de Chile). Algunos de sus cuentos han recibido premios en concursos. Ha sido jurado de concursos literarios (entre ellos el de la Municipalidad de Santiago), y ha escrito reseñas y críticas de obras, en medios tales como El Mostrador. Contacto: cecilaraven@gmail.com ↩︎