Descentrados Chile

Los estudiantes secundarios como sujeto político

Fotografía: Erlucho

Por Marco Cuevas Parra
Psicólogo

cuando un sistema de poder está en absoluto predominio, escasamente necesita hablar por sí mismo en voz alta” (Kate Millet).

En décadas fue muy difícil o imposible enarbolar o pronunciar un discurso o narrativa que impugnara el neoliberalismo. Entonces devino el silencio de las palabras, lo que tuvo su sentido y lógica, esperando el momento para que pudiese hacerse presente, para que el verbo pudiera desplegarse dando posibilidad a la denominación, a la puntuación, a la pregunta y la respuesta (aunque esta sea tentativa, sinuosa y frágil). Pues bien, se abrió una rendija para que las palabras devengan, caigan en el papel y vayan construyendo su narrativa y, obviamente es posible, porque hay alguien que las puede pronunciar y/o afirmar y ese alguien es el Pueblo.

Ha pasado un tiempo ya desde el 18 O, ¿Cómo llamarle a aquel acontecimiento? ¿Estallido, revuelta, revolución, despertar? Por ahora bastara con dar cuenta de un momento en que lo innombrable se hace presente, y lo hace en sus formas más básicas, rudimentarias, festivas, comunitarias y colectivas, anónimas. Lo hace con lo más atávico de la especie, el fuego. Aquello que destruye pero que a su vez construye/funda. El fuego arrasador en la medida que va destruyendo también constituye el fuego tribal de lo común, lo que posibilita la danza que ahuyenta a los demonios, pero a un ritmo donde otros y otras danzan convocándose a sí mismos al son de los tambores. La flama y su crepitar establece el ritual de lo común y con ello el territorio deviene esa espacialidad donde los sujetos pueden cartografiarse desde su existencia, demandas, sueños, tristezas, anhelos y frustraciones. Ya no desde el lugar del individuo, sino que, desde su condición de sujeto, portador de un proyecto y de un norte.

Los estudiantes secundarios, un actor clave

Y en los intersticios se fue fraguando lentamente la constitución de un actor clave en la historia presente.

Ya han transcurrido 16 años desde que los estudiantes secundarios llevaron a cabo lo que se conoció como la “Revolución Pingüina”, y qué duda cabe, ellos de alguna manera fueron los sepultureros del neoliberalismo, por lo menos en los términos que lo hemos conocido hasta ahora. Es decir, un triunfo ideológico que ha permitido, entre otras cosas, la reivindicación y legitimidad de lo que se conoce como los derechos sociales, una cierta recuperación del sentido de comunidad y politización de la vida en común.

Entonces al hablar de los estudiantes, no lo hacemos desde la mirada que los contempla como adolescentes o jóvenes que se encuentran en una fase de desarrollo de relativa autonomía en relación a sí mismos y el mundo adulto, sino  desde la condición de sujeto político, en tanto desde los dos mil en adelante lograron desplegar una narrativa, cuyo núcleo central dice relación con ser parte de una generación que impugna lo establecido, elaborando un discurso de contenido profundamente histórico, articulando una cierta herencia del pasado, que pone en entredicho el presente y dibuja un futuro (horizonte) transformador, avasallando la narrativa, la lógica y subjetivación neoliberal que es tan presentista, que reniega o fosiliza el pasado y no logra imaginar el futuro.

Uno de los rasgos más definitorios del movimiento estudiantil ha sido la vuelta de lo común, de lo comunitario, lo colectivo, en fin, con ellos regresó Lo Político, quedando en cuestión y mal herida la política. Es decir, su discurso, su manera de organizarse y tomar decisiones, la puesta en escena de su accionar y el vínculo emocional que logra establecer con la ciudadanía (fundamentalmente el mundo adulto) les permite poner en cuestión lo que señala el sociólogo Pedro Morandé, que  ” …con el advenimiento de la sociedad de consumo el “yo” viene considerado como un sujeto que hace suyo un principio de indiferencia en la decisión que puede escoger entre una cosa y otra comparándolas bajo criterios de costo/beneficio y prescindiendo de cualquier otra consideración”. Es eso lo que se desnuda y estalla el 2019.

Y estalla porque la promesa no se hizo carne, o lo hizo como una sombra que se roza, pero no se alcanza. La pregunta que debiéramos hacernos es por qué fueron los estudiantes el motor que nos ha posibilitado encontrarnos en el escenario de transformaciones institucionales, políticas, pero lo más importante, el cambio subjetivo para habitar el presente e imaginar el futuro. Demás está decir que, no solo han sido los estudiantes, pero ningún otro actor ha tenido el protagonismo estructural de ellos.

Una de las variables para entender lo anterior puede arraigarse en el hecho que la contrarrevolución neoliberal no fue capaz de ser plenamente exitosa en el campo de la educación, siempre fue su punto de fuga. Lo que es bien paradójico, porque en la dimensión cultural y subjetiva sí que fue exitosa y estuvo anclada a la potenciación del individualismo y el endeudamiento. En el ámbito educativo siempre se manifestó un descentramiento y una impostura que, en definitiva, se manifestó en una narrativa cuya promesa no fue posible cumplir, en tanto, la promesa de superación social, económica, cultural, devino en lo que el filósofo francés Jacques Rancier llama “la revolución individualista que desgarra el cuerpo social”. Así los estudiantes se constituyeron en un actor que cada cierto tiempo susurraba el fracaso, hasta que del susurro pasaron al acto afirmativo de su condición de sujeto político y siendo así impugnaron el orden neoliberal. Al hacerlo lograron desarticular el andamiaje narrativo e ideológico que señalaba que el sistema educativo neoliberal (así como otras dimensiones de la vida en sociedad, como es el caso de las pensiones o la salud, entre otras) permitía el ascenso social, la mejora de las condiciones de vida, la superación de la pobreza, etc. Lograron desnudar una realidad que más bien era una quimera o una ilusión tramposa o francamente una ideologización de las condiciones de vida. Porque si bien el sistema educativo logra incorporar a las aulas alrededor del 95% de las niñas, niños y jóvenes en edad escolar, ello no logra impedir la precarización, el endeudamiento y la segregación social.

O, dicho de otra forma. Kathya Araujo habla de un malestar anidado en un maltrato cotidiano, en un abuso de poder de las élites que se ha manifestado en casos como las colusiones, financiamiento ilegal de la política, pero también en un conjunto de prácticas sociales muy anidadas en nuestra convivencia social. Para ella habría una cierta impostura subjetiva producto de “que las desmesuras del modelo económico y social, que las personas coinciden en llamar neoliberalismo, han implicado grados de exigencia excesivamente altos…, al enfrentar los desafíos ordinarios de su existencia social”. Es decir, un modelo que “no solo beneficio a unos pocos”, sino que la narrativa del desarrollo no les llegó, había algo ficcional, “la promesa de ser sujetos de derecho, de igualdad y de mérito, en una sociedad que mantuvo de manera rígida, al mismo tiempo, su carácter verticalista, autoritario y elitista, y en donde unos reclaman una suerte de jerarquía natural respecto a otros, y en donde rige una lógica de privilegios”.

Desde la promesa incumplida el actor estudiantil deviene en el espejo de lo creado, es la materialización de la imposibilidad, en tanto no hay o no habrá un horizonte de una vida donde los logros sean sentidos como una conquista de superación, sino la constatación de que el sistema nos introduce en una maratón eterna de frustración, agobio e insatisfacción permanente, lo que nos deja agotados, enfermos y desesperanzados.

Es interesante que hayan sido adolescentes los que abrieron los caminos que nos han conducido a este escenario de cambio de ciclo político e ideológico. Sobre todo, si nuestra sociedad se caracteriza por un adultocentrismo muy marcado, que tiene una obsesión por infantilizarlos. Lo más paradójico, y a su vez una de las claves que logran explicar el presente político, es que estos y estas estudiantes fueron los que dieron curso a la jubilación de una generación que fue partícipe del proceso transformador bajo la Unidad Popular, pero que también fue la gran derrotada por el golpe militar y posteriormente colonizada por la dictadura cívico militar. Aquella generación que posteriormente administró la transición y que edulcoró el neoliberalismo, es la que hoy pasa a la banca y remilga del proceso social que nuestro país vive. Pues bien, esos adolescentes politizaron nuestras vidas corriendo las fronteras de lo posible. No solo jubilaron a toda esa generación, sino que la memoria logra situarlos en su justa dimensión.

La dictadura y su continuidad transicional establecieron una estrategia que se podría denominar “quemar las naves”. La continuidad de la obra neoliberal requería de aquellos que fueron derrotados, entonces la repartija de cuotas de poder, político, cultural económico y social, se basó en que abjuraran de sus proyectos políticos, de sus historias militantes, de la negación del proyecto de la UP, etc. Al quemar las naves no había posibilidad de volver atrás, entonces devino algo parecido a lo que dice Alessandro Baricco, “el mío será la quietud de un tiempo inmóvil, que coleccionará instantes para depositarlos uno sobre otro, como si fuera uno solo”, despojándose de historicidad, de movimiento, fosilizando el presente, tan propio del tiempo neoliberal. Es decir, después de décadas de insomnio o de petrificación se ha despertado históricamente, lo que implica que ese vacío histórico (artificial e impuesto) entre el proyecto emancipatorio de la UP y hoy ha comenzado a llenarse, estableciéndose conexiones vitales entre las luchas pasadas y actuales. Es lo que se llama Memoria, aspecto fundamental en las luchas de los pueblos. De ahí las canciones de Víctor Jara, la imagen de Allende, entre otras y otros.

Con la memoria se desnaturaliza lo existente. No hace mucho el orden neoliberal ni siquiera tenía que justificarse ni argumentar. Ello no es extraño porque “cuando un sistema de poder está en absoluto predominio, escasamente necesita hablar por sí mismo en voz alta” (Kate Millet). Hoy son los de ayer que deben justificar, y las nuevas generaciones afirman.

Con ello se desolidifica una trenza que logró por más de 40 años establecer una legitimidad sostenida por un sótano lleno de pestilencias. Como dice Galio, cínico personaje de la novela la Guerra de Galio, toda sociedad está construida sobre aquello que no queremos ver, sobre aquello que nos repugna y nos violenta, pues bien, nosotros también tenemos nuestro sótano y nuestros Galios (pónganle nombre). Al ocurrir esto se abre el horizonte de posibilidades, entre ellas, darles continuidad e ilación a las luchas interrumpidas por la dictadura y posteriormente por la transición cívico militar, afirmadas en el presente, es decir, con los elementos y características propias de este tiempo.

Con todo, a la base de este proceso está la dimensión generacional, es decir, aquellos elementos que los constituye, les da fisonomía y lugar en el entramado histórico otorgándoles un espacio privilegiado de protagonismo, convirtiéndose en un pivote entre lo obrado, construido por las generaciones pasadas y el presente tumultuoso, convulsionado, que deviene en futuro. Este devenir ya no porta, o por lo menos no del todo, los sellos y las claves identificatorias del ciclo histórico dominado por las transformaciones contrarrevolucionarias de la dictadura cívico militar.

Si bien los estudiantes son un actor no estructural del orden neoliberal, sí lograron convertirse en una especie de encarnación simbólica de la impostura de dicho orden, y con ello fueron (¿son?) un puente que canalizaron las energías latentes de necesidad de transitar a un orden distinto en que se inviertan las lógicas de poder. Pasar a una sociedad donde el nosotros, ese resto anónimo y mayoritario tiene la característica de ser al mismo tiempo la negatividad subalterna de lo existente (el orden neoliberal) y devenir ese resto en un universal en cuyo seno anida la potencia del sujeto, y cuyo denominador es lo COMÚN.

¿Qué viene?

¿Cómo llamar a ese Común? ¿Pueblo? ¿Los Pueblos? Pueblo es un concepto para encarnar. Es una categoría política en cuyo seno descansa una potencia, es decir, una fuerza o energía que puede desplegarse bajo coyunturas históricas que hacen posible su emergencia o visibilidad, y cuando lo hace, por lo general, es para impugnar lo existente, al hacerlo deviene en el soberano que definirá lo por venir. De ahí en adelante su estado será la latencia, invernando en las profundidades. Otros harán de ese soberano su traductor o su representante en este reino. En este sentido, pueblo es una construcción histórica, no una esencia, es una categoría que expresa aquella entidad donde descansa aquello que ha sido negado, ocultado, invisibilizado con la finalidad de que quienes detentan la política constituyan un orden social naturalizado (La rebelión en la granja). Y como bien lo ha señalado Tony Negri, Pueblo es un concepto que da cuenta de la alteridad del estado, es el sujeto colectivo donde radica aquello que tiene la potencia para afirmar o cuestionar el estado. En ese sentido es portador de la soberanía (obviamente que lejano a la idea de ciudadanía y las diversas afirmaciones liberales sobre los individuos y la sociedad civil), sino que la soberanía de lo común, o de la multitud. Pura potencia.

En ese sentido el pueblo encarna ese momento en que las individualidades devienen en una figura intangible pero enunciable, ese universal donde la mayoría oculta y negada adquiere el lugar de la afirmación, por donde transitan los sueños y esperanzas que anidadas en el deseo por fin se convierte en realidad. Es la potencia desplegada, por ello irrumpe violentamente, arrasando material y subjetivamente con lo existente. Por eso que pueblo es negatividad, ese resto subversivo que debe ser permanentemente encadenado porque al desencadenarse, las esquirlas saltan en todas direcciones. Pueblo ese monstruo de mil cabezas al despertar ilumina los contornos de su jaula que es la estructura sobre la que descansa el orden social, la estructura productiva y la narrativa que niega al propio pueblo. Su despertar hace reconocible la Verdad de lo realmente existente, su emergencia reordena el verbo y cambia los cristales para ver la realidad, dando posibilidad a la enunciación del yo colectivo, el nosotros y, por ende, el antagonismo pregonado por Chantal Mouffe.

En ese sentido, lo antagonista se expresa en el escenario de lo Político, que por definición es el momento productivo donde las condiciones de posibilidad de lo que se creía imposible, se hace viable. La esperanza es el motor que moviliza a esa multiplicidad humana que momentáneamente es el UNO, y en su marcha va instalando las vigas que sostendrán el nuevo edificio bajo el cual habitará ese sujeto por venir. Sujeto colectivo que no se veía en décadas y cuya impronta radica en desarmar de facto y conceptualmente la idea o” imagen idealizada de la existencia de “individuos ilusorios”, con vínculos puramente espontáneos sin otra norma que su capricho o su placer” (Pedro Morandé).

Estamos enfrentados a una coyuntura histórica donde la genialidad estará en darle fisonomía, discurso, estética, a una acción que tiene la capacidad de entroncar las luchas presentes con las luchas pasadas. El camino está abierto, los estudiantes han sido clave en esto y acompañándonos de Alessandro Baricco podemos decir “…la vida no es lo suficientemente grande como para abarcar todo lo que consigue imaginarse el deseo”, pero si podemos generar las condiciones para alcanzar el sueño que habita el deseo.