Por Érika Alfaro Sanzana
Mg Psicología Social.
Asociación Chilena Pro-Naciones Unidas (ACHNU).
Desde antes que una persona llegue a este mundo, el mundo se relaciona con ella de manera distinta, dependiendo del sexo que han informado los exámenes médicos. Recuerdo cuando estaba embarazada de mi hija mayor y a los 5 meses un médico nos preguntó a mí y a mi compañero si queríamos conocer el sexo del bebé. Yo me encontraba recostada en una camilla, un doctor sentado a mi lado recorría el vientre, atento a las imágenes que aparecían en una pantalla. Mi compañero, tras el profesional, me miraba expectante con una sonrisa nerviosa, cuando nos anuncia… ¡60% de probabilidades que sea una niña! Entonces vi como lentamente el rostro iluminado de mi compañero se comenzaba a apagar, era como si de pronto se enterara que no nos ganamos el premio mayor.
Durante décadas ha sido posible reconocer distintas escenas de consuelo a un recién nacido, dependiendo del sexo que tiene: si está vestido de azul, podremos asombrarnos de la fuerza de sus pulmones, decirle con voz clara y firme que se calme, que todo va a pasar. Sin embargo, si se encuentra vestida de rosado, nuestra voz suele ser mucho más dulce, hasta preocupada, nos lamentamos de su dolor e intentamos consolarla desde la pena; “pobrecita” decimos.
El cuerpo, como plantea Rita Segato (2020), es la manera en que el género se inscribe en la autopercepción, a partir de la relación que un cuerpo recién nacido establece con el mundo. Luego surgen las categorías de niño/niña, hombre/mujer, las que se van acatando e introyectando por las personas a partir de esa autopercepción del cuerpo y de las relaciones de identidad y diferencia que vamos estableciendo.
En tal sentido, el mundo adulto se va relacionando con niños y niñas, desde la primera infancia, de manera diferenciada, de acuerdo a las expectativas que socialmente se tienen de unos y de otras. Existe una serie de atribuciones cualitativas que le otorgamos a las niñas que son distintas de las que otorgamos a los niños, entonces creemos que las niñas son más tranquilas, son más preocupadas por los vínculos y las relaciones afectivas, son más dulces, son más cariñosas. Por su parte, se considera que los niños son más inquietos, más traviesos, con más energía, más desordenados, incluso. Estas características son la antesala de lo que consideramos como cualidades propias de hombres y mujeres, en un mundo donde los hombres tienen un valor social más alto que el de las mujeres. Esto es la estructura de género que comprende un sistema de opresión que subordina a la mujer y otorga una serie de privilegios al hombre.
El género no es exactamente observable, pues se trata de una estructura de relaciones, orientadas a partir de las creencias culturales que tenemos. En tal sentido, como pensamos que niños y niñas tienen características distintas per se, nos relacionamos con ellos y con ellas desde esa creencia cultural, reforzando conductas y actitudes a partir de la valoración que de ellas tenemos, exigiendo otras que consideramos debiesen estar presentes e impidiendo algunas que se escapan a este marco normativo. Estas creencias funcionan como mandatos imperativos y circulan entre las personas de manera casi inconsciente. A esto le llamamos normas hegemónicas de género. Hay normas prescriptivas que nos indican lo que debe ser un niño, y lo que debe ser una niña, al tiempo que existen normas proscriptivas de género, que nos plantean lo que no debe ser ni hacer un niño y una niña.
Cuando un bebé nace con pene, lo que nos indica su sexo, entendemos que es un niño, que más tarde se convertirá en un hombre, y que debemos por tanto prepararlo para ello. El mundo adulto entonces se comienza a relacionar con ese bebé asumiendo una serie de expectativas de su comportamiento, en tanto características y cualidades “propias de los niños” desde el sentir hasta el actuar. Esperamos, entonces, que este niño se identifique como niño y asuma un comportamiento acorde al género masculino, y esperamos igualmente que se exprese socialmente de acuerdo a las características culturales que hemos atribuido a los niños y a los hombres, en tanto maneras de vestir y de expresar socialmente su género. Finalmente esperamos que, en su despertar sexual, se sienta atraído afectivamente por las niñas y más tarde por las mujeres.
El mundo adulto, que tiene un poder absoluto sobre los niños y las niñas mientras más pequeñes sean, va definiendo pautas de comportamiento que se orientan desde esta normativa hegemónica de género, y ¿qué ocurre cuando un niño o una niña se escapa de esta norma?, ¿qué le ocurren a los padres y madres cuando un hijo o una hija comienza a comportarse de manera distinta a lo esperado para su género?, ¿qué sentimos cuando nuestro hijo tiene comportamientos femeninos o nuestra hija tiene gustos masculinos?, ¿qué nos pasa cuando incluso su manera de vestir o querer cortarse el pelo, escapa a la norma?. El primer sentimiento es de preocupación, o de miedo, miedo de que sean distintos, diferentes a lo socialmente establecido, y ese miedo se manifiesta en actitudes y acciones que habitualmente van coartando el ser y el hacer de estas personas que estamos llamadas a cuidar.
El amor, el poder y la violencia tienen una relación muy cercana. Criar y educar en nuestra sociedad ha estado fuertemente ligado a la búsqueda de la obediencia. Así, adultos y adultas que, amando mucho a sus hijos e hijas, sienten que deben poner límites a estas prácticas y manifestaciones del género que escapan de la normativa hegemónica. Existen distintas razones o distintos miedos que argumentan estas acciones. Algunos adultos y adultas directamente creen que la identidad de género, así como su manifestación performática y la orientación sexual de una persona, es algo “natural” que solo puede ir en una dirección, mientras que a otras personas adultas las moviliza más el miedo a que sus hijos e hijas sufran discriminación y violencia por parte de sus pares u otras personas adultas. En cualquier caso, lo cierto es que cada vez que restringimos o coartamos a los niños y niñas en búsqueda de experiencias que escapan de la normativa de género, les estamos violentando. Abusando del poder que tenemos, les imponemos la norma, puede ser de manera sutil, cuestionando sus decisiones hasta llegar incluso a la violencia física. En cualquier caso, no estamos reconociendo a nuestros hijos e hijas como personas, sujetos diferenciados del mundo adulto y con derechos propios (Larraín y Guajardo, 2021), con una experiencia de vida distinta a la nuestra. Ser niño, niña o niñe hoy es absolutamente distinto a lo que fue vivir la niñez hace dos décadas o más. Por ello tenemos mucho que aprender de los niños y niñas de hoy, y eso solo será posible si comenzamos a escucharles genuinamente.
Referencias
Rita Segato (2020), Las Estructuras elementales de la violencia, LOM Ediciones.
Soledad Larraín y Gabriel Guajardo (Editores) (2021), Niñez y Género. CIDENI, FLACSO.