Por Jéssica Cubillos Arellano
43 años. Madre de Eloísa, Mariano y Luciana siendo la más pequeña (Lola) quién vive con Síndrome de Rett, una enfermedad de base genética que se presenta principalmente en niñas. Co fundadora de la Fundación Caminamos Por Ellas y Ellas Síndrome de Rett Chile y Vicepresidenta de la Federación de Enfermedades Poco Frecuentes – FenpofChile, Co fundadora RettLatina (Red de organizaciones de Síndrome de Rett en Latinoamérica) y participante de la Red de Epilepsia Chile (REECH), además colaboró y participó activamente en la Vocería Nacional de los Cuidados y el Colectivo Nacional de Discapacidad, CONADIS.
Reconocernos como cuidadoras no es sencillo, aunque parezca obvio. Y es que tenemos interiorizado que cuidar es un rol que nos pertenece “por ser mujeres”, se naturaliza y romantiza un “deber” que se vuelve antinatural. Seguro que esto último les pareció extraño. Con ello me refiero a que cuidar desde tiempos remotos fue algo que hicimos todos juntos – como dice la canción – pero que con el correr de los años quedó relegado casi de manera exclusiva en aquella madre, abuela, hermana, tía, sobrina e inclusive vecina de una persona en situación de dependencia severa.
Actualmente el Estado y la sociedad segregan el cuidado en la figura de esta mujer y para dulcificar su amarga existencia (por favor no se espanten ¡sí es amarga en muchos casos!) se les otorga una santificación y calificación de superheroínas; de guerreras o de ser las elegidas para llevar esta prueba que la vida les dio, como si con ello el miedo, los desvelos, la angustia, la tristeza, las incertezas y las preocupaciones económicas no se hicieran carne y parte de su cuerpo cansado, evidentemente agotado, pero que aún sigue resistiendo sin mayores reclamos, porque bajar los brazos es indigno e inconcebible, porque son “buenas madres” y deben estar bien, ya que además de no haber un sistema concreto a lo largo del país que permita un acompañamiento, un relevo o un tiempo fuera y que, aunque se estén derrumbando de dolor, de agotamiento físico y mental, continúan cuidando.
Tal vez leer que la vida a veces nos resulta amarga puede resultar una exageración o perturbador para el lector de estas líneas, pero dígame ¿Cómo no podría serlo? si muchas ven a su hija o hijo a diario retorcerse de dolor, con ataques de gritos o llantos, de esos que ni las caricias más dulces pueden calmar… sé muy bien que muchas de ellas quisieran desaparecer en aquellas noches que se vuelven eternas.
Sabemos también que muchas de ellas ni siquiera tienen espacio para enfermarse, pues deben seguir cuidando, asumiendo que en sus manos está la vida de quien aman más que a su vida misma y así, como si esas vidas valieran menos, muchas mujeres que cuidan se nos mueren. Mueren porque se relegaron, no vieron aquellos síntomas de una grave enfermedad asechándoles, pues sólo lo atribuyeron al cansancio, aquello que llaman el “síndrome del cuidador”; ese término que escucharon más de una vez en alguna que otra charla y que nunca pensaron les pasaría la cuenta a ellas. Mueren porque no las cuidamos.
Y si bien puede parecer que hay más sombras que luces descritas en estas líneas, es simplemente realidad pura, no solo desde una mirada personal, sino que cargada de las vivencias de muchas otras mujeres que cuidan, las cuales he conocido a través de estos años de activismo. Así como también conozco del dolor y el cansancio, sé de la fuerza de quienes cuidan.
Y qué mejor muestra de ello, cuando nos organizamos y marchamos los años 2018 y 2019, uniéndonos en distintos puntos del país para dar cuenta de esta realidad de miles de cuidadoras que permaneció invisibilizada por décadas y ahí, junto a quienes son nuestra razón de lucha, levantamos las voces para dar a conocer nuestras experiencias de vida, que va más allá del rótulo de “madre abnegada” o de esa “buena madre” que sostiene el bienestar de una persona que requiere múltiples cuidados.
Es parte de nuestra cotidianidad que, frente a una hija o hijo, por ejemplo, con una enfermedad o condición poco frecuente, terminamos convirtiéndonos no solo en la cuidadora principal, sino que también en la profesora, terapeuta ocupacional, nutricionista, entre tantos otros. Esto no es ni más ni menos que el resultado del abandono del Estado y la sociedad, pues así, sumidas en el silencio y la desesperanza de deber cumplir estos múltiples roles, debemos seguir y debemos seguir, porque es la única forma de sobrevivir. Y es que la economía del hogar se empobrece drásticamente y no podemos acceder ni siquiera a prestaciones básicas para quienes amamos; teniendo muchas veces que elegir entre terapias, medicamentos y/o alimentos puntuales que se requieren. Todo a la vez no se puede, aunque son imprescindibles para la calidad de vida de la persona que es cuidada y que el Estado tiene abandonada.
Es tal el abandono que aún no podemos comprender que las ayudas técnicas que las personas con discapacidad requieren, son básicamente concursables, como si el derecho a obtener estos ajustes razonables en tiempos y forma, fuera en cambio objeto de caridad para algunos y no para todos.
La falta de derechos y garantías en razón de este rol y principalmente de quienes viven en primera persona en situación de dependencia severa, se nos mezcla con la culpa y el deber ser, y es que, con este escenario tan desfavorable, cómo es posible estar al pie del cañón sin querer desfallecer de cuando en cuando.
Frente a todo lo expuesto y gracias a las voces de tantas, es que nos unimos en periodo de Pandemia bajo una misma causa, articuladas desde diversas organizaciones a través de la Vocería Nacional de los Cuidados. Imprescindible fue la tenacidad y trabajo de una de las mujeres que lidera el ámbito del cuidado en Chile, la ex Constituyente Mariela Serey, fundadora de la Asociación Yo Cuido, junto a su equipa. Logramos que el cuidado y quienes cuidamos estuvieran presentes en la Convención, siendo incorporado en el texto final de la Nueva Constitución y quedando presente en los artículos N°49 y N°50. Este es un hecho sin duda histórico, que nos llena de esperanza y dignidad, para que la vida cuidando pueda resultar un tanto más sencilla, menos pesada y con mayores oportunidades para los que siguen, donde pueda existir una real corresponsabilidad del Estado y la sociedad y se logre también la tan anhelada equidad en relación a este rol, permitiéndonos así reincorporarnos, por qué no, a un trabajo remunerado o continuar estudiando.
Quizás en lo inmediato muchas no logremos ver en concreto este cambio sustancial de paradigma, que abre caminos en razón al cuidado. Entenderemos que cuidar no es una situación ajena al presente, que puede en cualquier momento ser la realidad próxima de cualquiera, ya que, sin duda, en algún minuto de nuestra vida todas y todos requeriremos cuidados y/o cuidar la vida de un otro.
La consagración de este rol permitirá que estemos todos conscientes que esto no deberá solo sostenerse en las renuncias personales, laborales y sexuales de las mujeres, sino que será una labor compartida como sociedad, con el Estado cumpliendo los apoyos necesarios, vinculándose y tejiendo una red que permita y de sustentabilidad a la vida, con la dignidad que todos y todas sin distinción alguna merecemos.