Por Óscar Aguilera Ruiz
Profesor Asociado. Universidad de Chile
A fines de la década de los 80’, y como forma de caracterizar y explicar lo que ocurría con la juventud chilena, se acuñó desde profesionales que trabajaban en Organismos No Gubernamentales (ONG’s) la expresión “daño psicosocial”. Esta noción, para el caso juvenil se tradujo en un énfasis en aquellas personas que pudieran presentar «problemas» de integración social producto de accidentes biográficos en sus trayectorias vitales por causa de las políticas de la dictadura en los diversos planos. De alguna manera, la noción calzó rápidamente en el individuo como fuente y destino de un conjunto de problemas o situaciones no deseadas que había que superar, y las condiciones sociales, políticas y culturales del daño quedaron relegadas a un segundo. Se abrió pasó a la “intervención con jóvenes”, y se generó todo un andamiaje institucional que intentó superar estas inadecuaciones biográficas. El balance de este proceso ya está repartido en documentos, libros y evaluaciones a las políticas de juventud en el contexto de la transición democrática.
Recuperar esa experiencia para entender lo que ocurre hoy con la situación de jóvenes en el contexto nacional es útil para problematizar lo que ciertas nociones de sentido común no permiten ver. Es el caso de la invocación permanente a la salud mental, como diagnóstico y causa de múltiples situaciones sociales que afectan a las y los jóvenes como resultado de un largo proceso temporal-espacial delimitado por el estallido social de octubre de 2019 y la posterior pandemia COVID-19, que alteraron y suspendieron buena parte de las rutinas y lugares que experimentaba cotidianamente la totalidad de los habitantes de Chile.
El regreso a clases en marzo de 2022 para el conjunto de estudiantes de todos los niveles educativos estuvo precedido por una serie de advertencias respecto a las condiciones y capacidades de las escuelas e instituciones educacionales de volver a la presencialidad como si nada hubiera pasado. Los intercambios entre el Ministro de Educación y el Colegio de Profesores ingresaron a una suma cero en que argumentos de unos y otros sólo fortalecían la importancia de la presencia física para los procesos educativos y en lo que se difería era en si estaban las condiciones para dicho retorno.
Pero retornar a qué? Las condiciones de quién? Ambas preguntas, aparentemente simples pero basales para la conversación social que se requería, fueron respondidas desde una perspectiva adulta e institucional. Retornar a las labores habituales de enseñar-aprender, diremos para la primera interrogante como síntesis, y obviamente a las condiciones de las escuelas entendidas como espacios físicos e implementadas por un conjunto de adultos que tendrían que asumir nuevas demandas laborales derivadas del contexto socio sanitario. En esas preguntas y respuestas no estuvo la voz de las y los estudiantes.
Hasta octubre de 2019 las postales estudiantiles, sobre todo aquellas amplificadas por la prensa, nos mostraban a jóvenes secundarios movilizados, interviniendo e interpelando a las autoridades pero también a la sociedad chilena sobre, otra vez, las condiciones de infraestructura de la educación pública, los propósitos de la tarea educativa, las relaciones intergeneracionales al interior de los centros educativos pero también en el país, etc. Demandas que vienen desde hace muchos años, al menos desde ese mayo del 2006 que nos sacudió como país y que de alguna forma inauguró un largo ciclo de politización en Chile. A lo menos desde la rebelión pingüina del 2006, las preguntas y demandas juveniles sobre educación son puramente gremiales sino de profundo sentido ético y político. La imagen icónica de mujeres estudiantes sentadas sobre los torniquetes bajo un cartel del metro que señala Estación Común condensa la profundidad de las cuestiones, la magnitud del problema evidenciado por las y los pingüinos en esta larga marcha que iniciaba en ese cercano, pero a la vez lejano mayo de 2006.
Inicios de marzo de 2020 estuvo marcado por las noticias de una pandemia sanitaria en extensión, y que poco a poco se acercaba a nuestro país. Lo que observamos en noticieros y redes sociales comenzó a ser nuestro registro cotidiano también en Chile: se suspendieron las clases, los trabajos se comenzaron a presencializar, progresivamente se fue acabando la vida en espacios públicos y comenzaron largos periodos de cuarentena a nivel nacional. Las escuelas suspendieron totalmente sus actividades, y trasladaron sus procesos a plataformas virtuales, desarrollaron clases online con muchas pantallitas en negro, y no pocas veces nos vimos sorprendidos por la desigualdad respecto al acceso, coberturas y usos de las tecnologías comenzando por los planes de datos. Los estudiantes, con cada día que pasaba, más identificados y/o reducidos en su nombre a esos cuadritos negros característicos de zoom o meet.
Volvamos a las preguntas obliteradas en este retorno a la presencialidad. Primero, lo relativo al retorno…a qué? Los espacios y las arquitecturas no son meros espacios físicos carentes de símbolos y relaciones e interacciones humanas, sino que están definidos ante todo por las prácticas que en ellos se expresan. En tanto lugar practicado, una escuela no es un conjunto de salas, patios y baños contenidos en un cierre perimetral: es ante todo una memoria afectiva, un lugar que condensa todo un orden social que asigna roles, funciones y repertorios a sus diversos integrantes, un lugar en que se simboliza la comunidad. Es, en cierta medida, una comunidad imaginada y practicada. Que desde octubre de 2019 se venía fracturando, impugnada con mayor o menor fuerza interna de acuerdo a la trayectoria de cada comunidad escolar en este proceso, pero que recibía de vuelta los impactos de la impugnación total en los conflictos expresados en las movilizaciones y protestas de la revuelta social. Y que en la propia reconfiguración de su cotidianidad, ahora completamente virtual, desfondó los relatos del ser profesor, estudiante y escuela incluso. La experiencia de pandemia y las cuarentenas, el cierre de los establecimientos y la incertidumbre de su propio futuro terminaron por socavar los símbolos fundamentales a la base de la institución escolar: autoridad pedagógica, saberes y horizontes de futuro, sociabilidad y socialización entre pares, por nombrar los fundamentales.
Nunca antes en nuestra historia corta se evidencia tan profunda impugnación a las bases mismas que fundan nuestro pacto social: para qué y cómo deseamos estar juntos. Porque si algo comenzó a ocurrir en nuestro país es precisamente el fin de un relato del pacto social, y el comienzo de la elaboración de una nueva narrativa que dote de sentido a ese para qué y cómo deseamos estar juntos. Y la escuela, como parte fundamental de eso que llamamos sociedad, no está ajena a este proceso sino que lo experimenta centralmente. Retornar a la comunidad entonces, pero comencemos a escribir y describir y vivir a cuál comunidad regresamos o deseamos volver.
Ya se puede intuir el balance respecto a la segunda pregunta por la que pasamos de largo en las discusiones públicas: las condiciones de quiénes? Lo que organizó la conversación pública fue esa abstracción llamada “la escuela” y que para efecto práctico se reducía a infraestructura, implementos médicos y farmacéuticos para el control/prevención del virus y las condiciones tecnológicas que ya se habían constituido en los nuevos soportes de la escuela y a las que, en caso de emergencia, se podía volver en cualquier momento. La condición de las y los jóvenes, sus trayectorias desde ese lejano y a la vez cercano octubre de 2019, sus experiencias en el contexto de la pandemia, la reconfiguración de su propia temporalidad y espacialidad, su vida cotidiana a fin de cuentas, quedó incluso subordinada a la necesidad de las familias o incluso a la preocupación por la situación de sus profesores y profesoras. Pesó, intuyo, que nunca hemos cuestionado la importancia de la escuela ni mucho menos un deseo intrínseco de niñas, niños y jóvenes por asistir a sus establecimientos. A fin de cuentas, lo que ellas y ellos estuviera viviendo era secundario en relación a razones de Estado, gremiales y familiares.
Y así es como al poco andar desde esa vuelta a la presencialidad que los conflictos nos estallan en la cara, con noticias desalentadoras sobre la convivencia y también trágicas sobre la violencia contra sí mismos (suicidios) y sobre otros. Se habla de altos niveles de violencia, de las dificultades de la convivencia, del desgaste emocional, y allí aparece la salud mental como una noción que al parecer explica todo pero que en realidad invisibiliza y oculta más de lo que muestra. No se trata de imputar una racionalidad a quienes la invocan para dotar de inteligibilidad lo que sucede, sino de evidenciar que en sus usos queda obliterada, como hemos intentado expresar en esta columna, la pregunta por la comunidad que no es sino la condensación de aquello que llamamos sociedad y la posición que en ella tienen aquellos que por mandato adultocéntrico dejamos una vez más en un fuera de foco: niñas, niños y jóvenes relegados a lienzo en blanco donde depositamos nuestras expectativas, pero sin concederles el protagonismo de elaborar las propias desde sus particulares intereses y sentidos de estar en el mundo.
Recuperar y concederle un lugar a la pregunta por la re-elaboración de comunidad y teniendo como principio el protagonismo de las nuevas generaciones parece ser el único camino si queremos aportar al nuevo pacto social que se encuentra en elaboración. Eso no disminuirá sus conflictos, pero confío en que sus extremos quedarán relegados a la anécdota. Parece que aquello es más responsable en términos éticos y pedagógicos, político a fin de cuentas, que imputar a fallas biográficas el origen de los problemas que involucran hoy a los más jóvenes. Quienes fuimos jóvenes a inicios de los 90’ conocimos y vivimos esa política, y desde allí podemos aportar también a esta conversación.