Descentrados Chile

Clientes y consumidores informados. Crisis demográfica, individualismo y sacrificio.

Fotografía: Depressed and lonely teenage girl. Por mitarart.

Por Álvaro Quezada Sepúlveda

Profesor y Magíster en Filosofía, mención axiología y filosofía política, Universidad de Chile. Contacto: alvaroque@gmail.com

Respecto de sus decisiones vitales, nuestros nuevos jóvenes se comportan como consumidores eficaces. Educados en racionalizar decisiones para obtener ventajas, eligen no invertir en familia e hijos, porque las condiciones económicas, las del planeta y del mundo global suponen un riesgo que no están dispuestos a asumir.

Y no les falta razón, en cuanto consumidores. 

Veamos el asunto desde un primer lado. En Chile y en el mundo, jóvenes se quejan de la ausencia de oportunidades. Si bien muchos más tienen actualmente la posibilidad de recibir una educación superior, o al menos capacitación profesional, al egresar encuentran un mercado de trabajo cerrado. Más aún, educarse les hace abrigar mayores expectativas; de ahí su frustración cuando deben desempeñarse en tareas para las que se sienten sobre calificados. Resultado: cesantes ilustrados, con sueldos mínimos, o menos que eso, y sin posibilidad de realizarse en el plano profesional, menos en el humano. 

Por otra parte, nuestro planeta está al borde del colapso. Los problemas climáticos anuncian otras catástrofes —económicas y demográficas, hambre y destrucción de espacios naturales— y las polaridades entre potencias bélicas han resurgido, anunciando un futuro incierto que nadie desearía para sus hijos/as y nietos/as. 

Pero, ahora desde un segundo lado, ¿Alguna vez hubo certezas? ¿Alguna vez el país y el mundo ofrecieron condiciones óptimas para formar familias y tener hijos?

Nací en la mitad del siglo pasado, luego de diez años de concluida la Segunda Guerra Mundial, que terminó con un artefacto mortífero que nos tiene desde entonces bajo amenaza de destrucción total. 

Nunca conocí el mundo como un “jardín de rosas”. Innumerables guerras locales, en la segunda mitad del siglo XX, daban cuenta de la polaridad que solo atenuó levemente con la caída del muro, a comienzos de los noventa. En Chile vivimos una prolongada dictadura, que no solo obligó a temer el horror de los organismos represivos, sino también a que numerosa población viviera con lo escasamente disponible, sin aspirar más que a la pura sobrevivencia.  

Sin embargo, nuestros padres no esperaron condiciones óptimas para fundar un proyecto común, aquel que dio origen a nuestra vida, que nos involucró en otros proyectos a su vez y que mantiene rodando en el globo hasta la fecha: una familia (cual fuera su forma y composición). El impulso fue que, a pesar de que todo indicaba que había que suspender —o al menos postergar— una decisión como esa, valía la pena traer a la vida, criar y hacer crecer hijos. La vida cobraba sentido gracias a este proyecto, al punto de que muchos que no tenían la “fortuna” de alcanzarlo sufrían por eso: la expectativa de una vida en soledad, sin una pareja estable y sin hijos se percibía como incompleta y no lograda.

Hoy son otras las fuentes de sentido. La familia no parece ser un proyecto atractivo para muchos —no sé si para la mayoría— de nuestros jóvenes. La realización vital se vincula más con propósitos individuales, con objetivos económicos, laborales y, en algunos casos, académicos. Innegablemente, el “proyecto familia” obligaba a las mujeres a sacrificios mayores, en términos de libertades y decisión vitales. Las mujeres fueron sometidas, en un régimen muchas veces inhumano, a sacrificar su sexualidad, su tiempo y su proyecto personal (sin pretender ser exhaustivo en la enumeración) por cuidar de su pareja y de sus hijos/as, sin que ese sacrificio tuviera siquiera una justa retribución. De poco sirvió la libertad obtenida con el control de la natalidad si de todos modos ella debió hacerse cargo de cumplir con las expectativas familiares y sociales.

Observo que el empeño de estos nuevos jóvenes consiste en sostener una posición racional y técnica para decidir el rumbo de su vida individual. ¡Qué bueno que sean juiciosos y no se embarquen en empresas riesgosas! Sin embargo, ¿Eran efectivamente menos razonables y criteriosos nuestros padres y nuestros abuelos?

No hace muchos años, el fin buscado era construir vida en pareja, amar, disfrutar y criar hijos. El trabajo era también un fin, pero frecuentemente subordinado. Ser feliz era entendido como construir un “nosotros”. La realización individual (laboral, académica) no se concebía como condición de posibilidad para formar familia. Si había abundancia, enhorabuena; si no, se iba viendo, los hijos crecían y seguían el ciclo. 

Los valores que predominan en nuestros jóvenes ya no son esos, y no vale la pena lamentarlo. Fuimos pavimentando el futuro con otras promesas, innegablemente más atractivas para la vida individual, desterrando entonces el sacrificio, los propósitos comunes y el altruismo. Ser para la familia, el grupo social, la nación ya no está entre lo valioso, lo que vale la pena conseguir. 

Pienso que no hace muchos años vivíamos también, como hoy, enfocados en conseguir la independencia económica, pero para armar un nido propio, con estabilidad económica y afectiva suficiente para criar y formar hijos/as, y ojalá nietos/as, como habíamos visto hacer a nuestros padres y abuelos. Hoy esa misma independencia es vista con sospecha y hasta con desdén, por eso a veces la permanencia eterna en el hogar paterno, con la que muchos padres desesperan.

No creo que volver a la situación previa sea una consideración seria. Las cosas han ido por este camino, buscado y logrado, con costos pero también con muchos beneficios. En esa situación previa muchas mujeres ni siquiera podían tener planes, porque estaba prevista su devenir como esposas y madres. Hoy las posibilidades de planear y realizar son multivariadas y están más al alcance. Hombres y mujeres jóvenes se aprestan a iniciar una vida de satisfacción individual, vinculada al placer inmediato y, en lo posible, a la ausencia de obligaciones.   

Aun teniendo en cuenta los logros de liberar al individuo —y sobre todo a la mujer— de la obligación de fundar familia, abriendo otros muchos caminos para la realización personal, pienso que hemos perdido de vista la dimensión social, aquella que justifica sobre todo extender la especie en el tiempo, permitirle seguir con la civilización fundada por todos los hombres, comprometida con la mejora de la vida humana y su progreso permanente.

Aunque por su supuesto es absurdo responsabilizarlas de todo, echo de menos la capacidad de sacrificio en estas nuevas generaciones. Al comportarse como clientes eficaces, en una sociedad de consumo informado, piensan más que nada en su actual e individual beneficio. En ese cálculo no tiene réditos fundar y proteger una familia, sino acaso exclusivamente la formada por mí y por mis eventuales compañías. 

Hay una pata coja en esta mesa que hemos armado. Avanzamos en un sentido, necesario, imprescindible, de mayor libertad individual, dejando de lado el “deber ser” que parecía gobernarlo todo. Pero dejamos un asunto sin atender. ¿Quién tendrá los hijos/as que la humanidad necesita para persistir en el tiempo? ¿Para quiénes construimos esta sociedad si no habrá quienes nos sucedan? ¿Qué sentido tiene cuidar el planeta si abandonamos el esfuerzo de hacer nacer y crecer?

La respuesta no depende solo de las personas, también de los Estados, del mercado, y de lo que estén dispuestos a invertir para garantizar tanto los propósitos individuales como la permanencia de la especie humana en el tiempo.