Descentrados Chile

Fragmentos de identidad

Fotografía: Pinterest

Por Briosca Quiero López

Estudiante de Sociología. Escuela de Sociología, Facultad de Economía, Gobierno y Comunicaciones, Universidad Central de Chile. 

 

La identidad chilena ya no puede definirse mediante símbolos patrios fijos, tradiciones inmutables o relatos oficiales que intentan confinar lo “chileno” en un molde único. Desde una perspectiva sociológica, se observa que las nuevas generaciones construyen su sentido de integración sociocultural como un espacio de tratado constante, donde lo local y lo global dialogan, se mezclan y se transforman. El territorio simbólico ya no es un espejo único; se ha convertido en un mosaico en movimiento. Esta transformación refleja la tensión entre la narrativa identitaria histórica que buscaban uniformidad y la diversidad que hoy caracteriza al orden colectivo chileno. La auto-construcción deja de ser un atributo fijo para convertirse en una trayectoria interaccional dinámica, sujeto a reinterpretaciones, influencias externas y decisiones particulares.

Frente a los discursos estatales que buscan fijar la identificación simbólica, los jóvenes resignifican lo formación colectiva desde su experiencia cotidiana. Stuart Hall (1990) señala que la identidad es un proceso en construcción, siempre abierto a la negociación, y esto se evidencia en cómo los sujetos integran historia familiar, memoria colectiva y referentes externos para construir sentidos de pertenencia propios. Es decir, que este cambio estructural revela que la configuración relacional del yo no se impone, sino que se crea y recrea constantemente, reflejando tanto los límites como las oportunidades que ofrece el contexto comunitario, político y cultural.

Las generaciones emergentes crecen en un contexto globalizado y digital, donde la interacción con referentes internacionales y locales redefine continuamente la cultura. García Canclini (1995) afirma que estas hibridaciones culturales no debilitan la identidad local, sino que la enriquecen, mostrando su capacidad de adaptación y resiliencia. El concierto entre lo local y lo global permite a los actores sociales mantener su huella histórica, mientras departan con el mundo contemporáneo, demostrando que pertenecer a una nación no implica seguir un modelo único, sino construir una narrativa maleable y expedita.

Zygmunt Bauman (2001) describe estas identidades como “líquidas”: se reformulan sin perder raíces. Anthony Giddens (1991) plantea que la modernidad reflexiva exige a cada individuo construir narrativas propias, integrando memoria histórica y experiencias personales. En el contexto chileno, esto significa que las personas combinan tradición, contemporaneidad y aspiraciones, creando formas de adscripción cultural que no son lineales ni uniformes, sino dinámicas, adaptables y conscientes de su disparidad.

La tecnología amplifica estas dinámicas, conectando lo local con lo global de manera inmediata. Castells (2001) sostiene que las redes digitales permiten que los individuos y colectivos resignifiquen lo nacional desde la práctica cotidiana, y no solo desde la construcción discursiva. Sin embargo, Bourdieu (1986) advierte que el acceso desigual al capital cultural y a los recursos tecnológicos condiciona quién puede participar de estas formas de configuración narrativa de identidad, mostrando que la creatividad y la agencia personal están siempre mediadas por factores sociales y estructurales.

La nación, como señala Anderson (1983), es una “comunidad imaginada”, cuya construcción depende de la interacción social y la reinterpretación constante de lo colectivo. Melucci (1996) muestra que los movimientos sociales generan nuevas formas de reconocerse como grupo, y Archer (2003) explica que los actores transforman deliberadamente sus identidades, articulando un “nosotros” dinámico en diálogo con la sociedad. Este enfoque revela que la nación es un planteamiento coexistente, que se moderniza habitualmente mediante las acciones, reflexiones y prácticas de quienes la habitan.

La vida cotidiana refleja los acuerdos persistentes de los sujetos colectivos. Goffman (1959) explica que los individuos ajustan su actuación según los contextos, mientras Maffesoli (1996) observa la formación de tribus urbanas que articulan intereses y afectos compartidos. Dubar (2004) recuerda que la identidad siempre está en tránsito, redefiniéndose en la educación, el trabajo, la familia y la comunidad. Esta observación demuestra que la afinidad no es un patrimonio estático, sino una evolución de grupo social, vigorosa y absorta, que integra influencias superficiales y locales, estructurando sentidos de anclaje identitario múltiples y complementarios.

Las generaciones emergentes en Chile resignifican lo que simboliza formar parte de la patria. Lejos de someterse a un discurso social único, construyen sentidos de comunidad que integran lo territorial y lo universal. Esta disparidad no debilita la cohesión colectiva, sino que la revitaliza, mostrando que lo auténtico de un Estado no reside en una esencia fija, sino en su capacidad de adaptarse y reinventarse mediante sus grupos de interés. Al mismo tiempo, evidencia que el auto-reconocimiento es una configuración progresiva política y cultural, ligados a debates sobre tradición compartida, equidad e inclusión, donde cada fragmento aporta a la edificación de un país más consciente de su heterogeneidad.

El sentido de inclusión comunitaria en Chile se manifiesta como un entramado identitario complejo, lleno de incertidumbre y partes que dialogan entre sí. Frente a esta pluralidad, surge la pregunta: ¿existe realmente un relato estatal único o más bien somos un tejido de fragmentos en constante tensión? Tal vez el verdadero desafío no consista en forjar un relato homogéneo, sino en aprender a convivir con la diversidad, reconociendo que en esa multiplicidad se define también el rumbo y el futuro del país. Comprender el estado-nación múltiple implica escuchar activamente a quienes suelen quedar al margen de la relación—pueblos originarios, foráneos, jóvenes urbanos— y valorar cómo cada voz, experiencia y acción contribuye a tejer el entramado identitario dinámico de lo que significa pertenecer a este país hoy.

 

Referencias

Anderson, B. (1983). Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. Verso.

Archer, M. S. (2003). Estructura, agencia y la conversación interna. Cambridge University Press.

Bauman, Z. (2001). La sociedad individualizada. Siglo XXI.

Bourdieu, P. (1986). Las formas del capital. En J. Richardson (Ed.), Manual de teoría e investigación para la sociología de la educación (pp. 241–258). Greenwood.

Dubar, C. (2004). La socialización: Construcción de la identidad social. PUF.

Giddens, A. (1991). Modernidad e identidad del yo: El yo y la sociedad en la era moderna tardía. Stanford University Press.

García Canclini, N. (1995). Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. University of Minnesota Press.

Goffman, E. (1959). La presentación de la persona en la vida cotidiana. Anchor Books.

Hall, S. (1990). Identidad cultural y diáspora. En J. Rutherford (Ed.), Identidad: Comunidad, cultura, diferencia (pp. 222–237). Lawrence & Wishart.

Maffesoli, M. (1996). El tiempo de las tribus: El declive del individualismo en la sociedad de masas. Sage Publications.

Melucci, A. (1996). Códigos en desafío: Acción colectiva en la era de la información. Cambridge University Press.