Descentrados Chile

La acción bien tratante y la irrupción en Chile de paradigmas humanizantes en el tratamiento del dolor humano

Fotografía: Rosa Arias

Por Josué A. Ormazábal Morales
Bachiller en Ciencias Sociales, Licenciado en ciencias jurídicas. Abogado de Familia y D.D.H.H. (c). Magister en intervención familiar socio jurídica. Facilitador de procedimientos de resolución alternativa de conflictos. Orientador familiar transpersonal, Investigador y conferencista.

Desde que se escribiera “Vigilar y castigar” (Foucault, 1975) nadie ignora que durante los siglos XVII al XIX, el reproche social contra los delitos y actos violentos se trasladó al juicio sobre el mundo interno del “delincuente”, es decir, a ese conjunto de pasiones, instintos, anomalías e inadaptaciones, con las que se calificaba a los individuos, intentado con ello buscar una explicación a sus conductas antisociales.

Tampoco es desconocido el hecho de que, durante los primeros tiempos de la medicina moderna, los tratamientos a los que estaban expuestos quienes sufrían de alguna de estas inadaptaciones, poco se diferenciaban de los martirios a los que se condenaba por las autoridades, a los delincuentes en tiempos pretéritos, Ej.: – Lobotomía o trepanación craneal, choques eléctricos, Etc. Es decir, que, en esa época, pareciera no haber existido una línea de separación clara entre un delincuente y una persona con afectaciones en su salud mental, es más, todo indica que ambas eran tratadas de una forma similar haciendo casi sinónimos el término delincuente con el de demente. Y aunque parezca increíble decirlo, en la actualidad todavía existen en el discurso y en la práctica de ciertos profesionales, vestigios del modelo “médico-legal”, que considera que las conductas violentas y/o contrarias a las normas, o simplemente rebeldes, tendrían una explicación basada preponderantemente en factores de orden biológico.

Así, por ejemplo, en cuanto a la posible explicación etiológica o, relativa al origen de las conductas reprochadas por nuestra sociedad, como violentas, el enfoque psiquiátrico aún postula que “la violencia tiene su origen en una “anormalidad” presente en la psicología del sujeto. Es, sin ninguna duda, la teoría a la que más recurren la publicidad y la opinión pública en general, para explicar los hechos de sangre más graves, incluso los ajenos a la familia. De este modo, esta posición refuerza su postura mediante la presentación de casos extremos, descritos por la prensa sensacionalista”. (Grosman / S. Mesterman, 2005. p.49). Enfoques estos, que, paralelo a lo popular que pueden resultar, son en la misma proporción, igualmente cuestionables a la luz de nuevos modelos de intervención en violencia intrafamiliar, como el psicosocial, el sociocultural, el paradigma de la complejidad, el modelo sistémico, y el modelo ecológico, solo por mencionar algunos, pues; siguiendo lo sostenido por la propuesta teórica de Garbarino, “parecería que el interjuego de la historia personal (de un sujeto), la estructura social y el cambio histórico revelan mucho acerca de los contextos  y procesos que generan y sustentan la violencia” (Citado por Grosman y Mesterman, 2005. p. 61) O dicho de otro modo, según estas corrientes de pensamiento, el origen y la responsabilidad de una conducta antisocial o violenta, no solo es atribuible a variables propias de la subjetividad del individuo, sino que en un contexto mayor,  también son influenciadas y hasta quizás potenciadas, por el entorno social y el momento histórico que atraviesan, tanto la persona como la sociedad, haciendo con ello viables mayores o menores posibilidades de conductas agresivas según las circunstancias en un lugar y momento dados.

Todo lo anterior resulta cada vez más digno de ser tenido en cuenta, en especial, en el actual modelo social que aboga por la productividad, el individualismo y la competitividad entre los sujetos, y que en consecuencia, parece censurar como si se tratara de delincuentes o enfermos, a todos aquellos quienes, no responden a estos estándares exitistas, porque padecen de alguna circunstancia que les impide su desenvolvimiento satisfactorio como entes productivos, ya sea que esta sea originada por la pobreza, analfabetismo, enfermedad, etapa etaria, género, o cualquier otra característica que los ponga en desventaja del cumplimiento de los múltiples roles que las sociedad les impone, en los distintos susbsistemas en los que han de desenvolverse, tales como la familia, el lugar de trabajo, la comunidad en la que residen, etc. Espacios en los que suelen ser demonizados, por no adecuarse al estereotipo que se espera de ellos.

Todo esto, suele a su vez ocasionar, que estos mismos sujetos que terminan auto percibiéndose como deficitarios,  intenten recurrir en búsqueda de soluciones a sus diversas problemáticas, ya sea a profesionales particulares tales como: médicos, psicólogos, abogados, doctores, trabajadores sociales, sacerdotes o, a funcionarios de distintos programas u  organismos que, supuestamente, han sido creados justamente, con la misión de intentar dar solución a estas personas en situación de vulnerabilidad. Y es  en este ámbito donde, es posible que acontezca a una nueva situación de demonización, prejuicio, violencia simbólica o trato autoritario, esta vez, por parte del propio profesional interventor, ante lo cual, no es extraño que el usuario afectado, levante una voz de reclamo o protesta contra la opresión que sufre de parte del sistema que no solo, no se responsabiliza por su situación de postergación, sino que, además, impone sus propios intereses cuando los sujetos recurren a este, en búsqueda de soluciones para sus muy diversas dificultades.

Todo lo que a la postre, termina provocando, que el sujeto sea objeto de una rotulación cada vez más enraizada, en que los sujetos prestadores de la intervención terminaran por desoír sus solicitudes, calificándolos de locos, disfuncionales, conflictivos, Etc. Fenómeno que progresivamente los va alejando de la posibilidad de recibir asistencia y reparación adecuadas, y exponiéndolos a un nivel de frustración tal, que bien puede ser la causa de que terminen protagonizando conductas atroces, tanto en contra de otros como incluso de sí mismos, lo que solo servirá para que los funcionaros antes mencionados vean reforzadas sus creencias, respecto a la desadaptación que desde un principio profetizaron. Tal como, por ejemplo, lo que puede sostenerse que lamentablemente ocurrió con el Joven Cristóbal Cabrera, más conocido como “El Cisarro”.

Es así como, frente a la constatación de estas dinámicas, hoy en día cada vez son más los especialistas de distintas áreas, que se han visto en la necesidad de llamar la atención sobre los graves riesgos de revictimización de los usuarios de estos servicios, por parte de los propios profesionales llamados a buscar soluciones a la problemática del ciudadano que recurre a ellos. Y como ejemplo de ello, hemos presenciado el surgimiento desde las disciplinas del Trabajo Social clínico y la Psicología, de metodologías como “ la intervención con enfoque de trauma” que ha contribuido enormemente a explicar cómo, en casos de negligencia parental, o maltrato infantil, estas conductas no necesariamente han de ser comprendidas como un actuar intencional, perverso o anormal, del sujeto denunciado, sino que también encuentran explicaciones en las experiencias vividas por el sujeto, que en el pasado también fue víctima de los mismos flagelos, dejando con ello secuelas de mediana y grave intensidad, que no solo influyen en el debilitamiento de sus habilidades como tutor de sus propios hijos, sino que además, afectan en múltiples otras órbitas de su desarrollo personal, tales como el ámbito emocional, cognitivo, relacional, Etc.; impidiéndole con ello la continuación de sus estudios, inserción al mercado laboral, el acceso a la vivienda propia, y a la satisfacción de sus necesidades, volviéndolos además dependientes económicamente, y propensos a altos montos de frustración, que bien pudieran llegar a desencadenar un consumo problemático de sustancias.

Variables todas, que pueden tener un rol preponderante en explicar el cómo se ha llegado a detonar en ellos conductas de negligencia parental, maltrato, abusos de todo tipo e incluso actos delictuales. Situaciones estas que demandan a sustituir de manera urgente la mirada punitiva de los profesionales a cargo de la intervención, por una que se haga cargo de forma integral de todas las variables involucradas en la problemática, posibilitando así la búsqueda de soluciones integrales, y no aquellas de corte simplista, que se enfocan en la sanción al agresor sin incorporar la variable de reparación, tanto de este como las víctimas de aquel.

Luego y siempre en este enfoque, invaluable ha sido el aporte que se ha producido en el caso chileno por la labor de difusión que actualmente realizan los profesionales Paola Grandón Zerega y Diego Reyes Barría, quienes desde el Instituto Chileno de Trabajo Social Clínico han innovado en estas materias a través de la implementación del Postítulo Internacional de especialización en Trauma, y la difusión de las prácticas anti opresivas en la intervención clínica y el Trabajo Social.

Igualmente, valioso, ha resultado el trabajo de difusión del movimiento por la Humanización de  los cuidados de la Enfermería, que ya cuenta en nuestro país con muchos adherentes del área de salud, que día a día se esmeran en restituir la dignidad de  los pacientes  con los que trabajan, igual cosa se puede afirmar también, respecto de la corriente de pensamiento  del enfoque anti opresivo y con perspectiva de trauma en el ejercicio del Derecho de Familia chileno, al que junto a tantos colegas, también adscribe el autor de estas humildes páginas.

Y ya para concluir, estas corrientes han puesto especial preocupación en el valor del uso del lenguaje en los procesos de intervención, pues desde estas corrientes, se ha advertido que en el ejercicio autoritario de la intervención es sumamente frecuente presenciar el cómo, el uso de denominaciones hegemónicas, condicionan y potencian un determinado tipo de trato hacia los usuarios de un determinado servicio, así  es como por ejemplo, en el área de salud, el término “paciente”, pareciera estar sentenciando al usuario a tener que esperar largos meses e incluso años, en listas de espera, así como largas horas en el turno de una posta de urgencias.

Y, por otra parte, como forma de ir erradicando estas prácticas, igualmente se enfatiza por estos movimientos, en que la intervención del profesional antiopresivo, debe en primer lugar sostenerse desde una actitud de despersonalización, saliendo psicológicamente el profesional del centro y lugar protagónico, para centrarse en la persona del usuario, prestándole una escucha efectiva y restituyéndole el lugar de persona digna desde el que todo ser humano debe ser tratado.

Pero, estas aportaciones, no solo resultan aplicables a las prestaciones institucionales o públicas, pues, como estos mismos líderes sociales sostienen, el enfoque del buen trato, debiera ser implementado en todos los niveles de la organización social, incluso en instituciones privadas, como bancos, retails, o toda organización que preste atención al público, pues, el poder como elemento de interacción entre sujetos, y por ende la posibilidad del abuso del mismo, se encuentra presente en cada nivel de la estructura social, desde lo más micro, como  el seno familiar o el bazar de la esquina, hasta llegar al nivel jerárquico más alto, ello con el riesgo de que los niveles de frustración y afectación de salud mental de la población terminen por amenazar hasta sus raíces, a la comunidad toda. Y el ejemplo más claro de lo dicho, lo podemos ver en el creciente descontento de la ciudadanía contra instituciones como Carabineros o el Poder Judicial, así como el sector público y empresarial, que día a día tienen en sus manos, en cada decisión que toman, el futuro de las personas y las familias chilenas.

Referencias

Grosman /S. Mesterman (2005). “Violencia en la familia, la relación de pareja, aspectos sociales psicológicos y jurídicos”. Buenos Aires, Argentina. Editorial Universidad, Pág. 49.