Por Santiago Encalada Aqueveque
Estudiante de Sociología, Escuela de Sociología, Facultad de Economía, Gobierno y Comunicaciones, Universidad Central de Chile
Mientras Chile se prepara para elegir a su próximo presidente, el debate público se llena de promesas, consignas y acusaciones. Pero detrás de todo eso hay una pregunta más profunda que todavía no sabemos responder: ¿hemos aprendido algo de nuestra historia política?
Cada elección parece volver a abrir heridas que nunca terminan de cerrar. Los fantasmas del pasado como la corrupción, la represión, la desigualdad y los privilegios siguen apareciendo una y otra vez. Cambian los rostros, cambian los partidos, pero los problemas parecen los mismos. El país todavía arrastra muchas deudas con su gente, deudas morales, sociales y políticas. En este contexto, quien llegue a la presidencia no solo representa un liderazgo político, sino también una forma de entender cómo enfrentamos nuestra memoria, nuestro perdón y nuestras contradicciones como sociedad.
Mucha gente desconfía, y con justa razón. Han pasado gobiernos de todos los colores prometiendo transformaciones profundas, pero al final terminan atrapados por los mismos intereses. Muchos se preguntan para qué votar si nada cambia. Las redes sociales amplifican todo: la rabia, el cansancio, la desilusión. A la vez, se vuelven el único espacio donde algunos pueden expresarse sin filtro. Pero también son un lugar donde la desinformación se propaga sin control y la discusión se convierte en guerra. Ya no se debate, se ataca. Ya no se escucha, se cancela.
Vivimos un tiempo en que la verdad parece cada vez más difícil de reconocer. La inteligencia artificial y las noticias falsas han confundido los límites entre lo real y lo inventado. Ya no solo dudamos de los políticos, también dudamos de los medios, de las instituciones e incluso de lo que vemos con nuestros propios ojos. Esa confusión genera miedo, desconfianza y distancia. Y lo peor es que nos separa como sociedad.
En medio de todo esto surge una pregunta que muchos se hacen en silencio: ¿qué pasará con nuestro futuro? “Chile no olvida” se repite en videos, publicaciones y pancartas, pero a veces parece que sí olvidamos. Cuando llega el momento de tomar decisiones reales o de arriesgarse por un cambio, algo se rompe. Lo vimos claramente cuando ganó el Rechazo. Ese resultado mostró que el país está dividido, confundido y cansado. Para unos fue una señal de miedo, para otros una derrota profunda, casi un retroceso después de tanta lucha.
Entonces uno se pregunta si valió la pena salir a protestar tanto tiempo. Si valió la pena que tanta gente perdiera partes de su cuerpo, su vista, su tranquilidad, su vida normal. Hubo personas que creyeron de verdad que el país podía ser distinto, que el sacrificio serviría para algo. Y, sin embargo, hoy muchos sienten que todo eso se desvaneció. Que las heridas quedaron, pero el cambio no llegó. Que la esperanza se apagó poco a poco entre discusiones políticas y promesas vacías.
El país sigue dividido y la confianza está rota. Hay gente que ya no cree en nada, ni en la política ni en los movimientos sociales. Otros siguen luchando desde el anonimato, con esperanza, pero en un ambiente donde hablar se ha vuelto difícil. Tal vez en verdad muchas personas tienen miedo de salir de ese estigma, de esa burbuja donde se sienten protegidas. Prefieren adaptarse, seguir la corriente, aceptar lo que se dice “por respeto”. Muchos temen dar su opinión, aunque piensen distinto, porque saben que los van a criticar o a mirar raro. Es triste ver cómo el miedo al juicio ajeno nos ha ido callando, cómo se ha perdido la costumbre de conversar y disentir sin odio.
Chile está en un punto donde parece más fácil quedarse callado que arriesgarse a pensar diferente. Esa actitud también nos estanca. Porque sin diálogo, sin valentía, sin participación, la democracia se enfría. Se convierte en un trámite, en algo vacío, y deja de ser una herramienta para cambiar las cosas. Y si eso pasa, no habrá candidato ni gobierno que logre reconstruir la confianza.
La elección presidencial no debería ser solo un voto sobre el pasado, pero tampoco puede ignorarlo. Tenemos derecho a pedir explicaciones, a exigir coherencia y a recordar que el poder no se entrega sin memoria. No se trata de culpar, sino de hacernos cargo. De entender que el futuro no se construye negando lo que fuimos, sino aprendiendo de ello.
El verdadero desafío no es elegir al mejor candidato, sino volver a creer. Volver a confiar entre nosotros, reencontrarnos como sociedad y recuperar la capacidad de pensar juntos, incluso cuando no estamos de acuerdo. Recuperar el valor de la palabra, del respeto real, ese que no impone silencio, sino que escucha.
Tal vez Chile necesita un nuevo tipo de esperanza, menos idealista pero más honesta. Una esperanza que reconozca las heridas sin esconderlas, que sepa que el cambio no viene rápido pero que sí puede venir si seguimos insistiendo. El futuro de Chile dependerá de eso: de si somos capaces de romper con el miedo, de dejar de escondernos detrás del “no opino” o el “mejor no hablar de eso”. Porque callar también es una forma de rendirse.
Chile no olvida, pero tiene que aprender a recordar de verdad. No solo repetir la frase, sino entender su peso. Recordar no es quedarse pegado en el dolor, es usarlo para avanzar. Solo así podremos construir un país donde pensar distinto no sea motivo de miedo, y donde la democracia vuelva a sentirse viva, real y compartida.

