Por Álvaro Quezada Sepúlveda
Profesor y Magíster en Filosofía, mención axiología y filosofía política, Universidad de Chile. Contacto: alvaroque@gmail.com
El estallido social de 2019 despierta apasionados debates acerca de su verdadera historia, es decir, del relato que daría cuenta de lo que realmente fue el estallido y, desde allí, sus móviles y responsables.
El Golpe de Estado de 1973, y otros sucesos trascendentes de la historia chilena reciente, vuelven a interrogar sobre la necesidad de una historia oficial, es decir, un relato que cierre las discusiones acerca de quiénes, cómo y por qué actuaron en esos sucesos y de qué son responsables.
Porque circulan muchas historias acerca del estallido, y todos nosotros tenemos una que preferimos, una que refleja lo que vivimos o lo que observamos, una que “nos representa”.
Pero ¿hay una Historia del estallido?
Quiero invitar a abrir una perspectiva distinta acerca de la historia en general, tomando como referencia lo que son las historias personales, esas que cada uno narra en su fuero interno o transmite a sus cercanos.
Se trata de pensar acerca de las historias, no de La Historia como disciplina, como objeto de historiadores. Se trata en cambio de pensar la manera como vivimos los hechos de La Historia: cómo los conocemos, cómo los narramos, cómo hacemos nuestra versión de ellos.
Nuestro destino es narrar, describir, poner en historias los que vivimos, lo que observamos, lo que sentimos y lo que pensamos. Hacemos mucho más, sin embargo: cuando imaginamos, cuando hipotetizamos, cuando hablamos de esperanzas y de sueños, también narramos. Todo en nosotros se traduce en historias. La vida se agotaría en un presente irrecuperable si no pudiéramos narrarla.
También sabemos de la diversidad de los relatos; nadie narra un hecho de la misma manera que otro. Sin embargo, cuando las narraciones son opuestas o muy diferentes, imaginamos que una de ellas es falsa. Mentir es, entonces, traicionar la propia narración de los hechos. No miente quien ignora la verdad, sino quien, conociéndola, afirma lo contrario. Sin embargo, aunque se parecen, las historias son siempre diferentes.
Las personas, al narrar, nunca observan lo mismo, sino que seleccionan un aspecto que llamó más su atención; si se trata de un evento colectivo, no coinciden acerca de sus protagonistas, ni de quienes lo produjeron o sufrieron. Reproducir para la Historia, no obstante, requiere ciencia, esto es, depurar mediante un procedimiento validado por historiadores. Después de aprobar el valor de la depuración viene la inmortalidad en el libro de texto, y así hasta nuevo aviso, nuevos hechos, nuevas depuraciones.
Algunos incluso, esforzándose, intentan separar hechos e interpretaciones, como si fuera posible describir algo sin mezclar prejuicios y puntos de vista. Nuestra posición social y nuestra educación determinan lo que percibimos; las palabras que elegimos y el énfasis en nuestra alocución dan cuenta de una postura, aun si tratamos de prescindir de ella. Ya ni hablemos entonces de cuando interpretamos.
¿Cómo hacerlo entonces? ¿Debemos renunciar a una mirada común?
Imposible que estas reflexiones no rocen al menos el problema de la verdad, sin comprometernos por ahora con su definición o sus condiciones de posibilidad. Pero, “verdad” es una palabra con la que nos vemos a diario, reconociéndola en afirmaciones o negaciones, juzgamos su presencia o ausencia para adoptar decisiones. Hemos resuelto estar alertas, por ejemplo, ante las noticias falsas, sin preocuparnos por definir primero qué es lo verdadero.
Evitando por el momento ese embrollo, todavía parece importante, políticamente, aunque no epistemológicamente, hacer coincidir nuestra historia con el fin de acordar una historia que sea instrumental —muy escueta y, en lo posible, apegada a hechos documentados, esencialmente descriptiva— como fundamento y punto de partida. Esto es, si bien reconociendo que nuestros relatos no coinciden ni podrían hacerlo, apuntar a un conjunto acotado de hechos que, sin mediar interpretaciones ni atribución de responsabilidades, nos haga avanzar en eso que buscamos: una Historia del estallido.
Un camino sugerido —quizás ingenuamente— es ser fiel a la documentación y a los registros; recoger aquello que dice relación con fechas y oportunidades, hechos relevantes de las jornadas en que se dio inicio, conscientes de que, incluso este registro, es material mediado por el criterio de observadores parciales e interesados. Con dichos insumos, construir un relato apegado a “los hechos”, incorporando en cada caso las discrepancias más relevantes de estos observadores. De nuevo, teniendo en cuenta que la selección y ordenación requieren de un criterio, que, otra vez, es individual o de un colectivo parcial e ideológicamente interesado.
Otra vía es renunciar al relato único. ¿Por qué no? ¿Por qué no abandonar la idea de una misma mirada para estos hechos?
Las cuestiones políticas son de naturaleza diferente a las materias que abordan las ciencias naturales. Son asuntos, hechos, fenómenos que escapan porfiadamente a la contrastación empírica; se resisten a ser tratados en laboratorios, con métodos que llevan a soluciones únicas. Las hechos de la vida pública dependen más todavía de los puntos de vista. Su descripción refleja la posición y el perjuicio del narrador, más aún la interpretación y el argumento político.
Entonces, ¿para qué insistir en su universalidad? ¿Para qué pretender una historia única que cierre demostrativamente la discusión y establezca una verdad de los hechos?
Una verdad política, en cuanto instrumental y por tanto sin pretensiones de objetividad, debe dejar abierta la lectura de los hechos a los diferentes relatos, sin prohibirlos por herejes, sin aspirar a una historia oficial que amenace las lecturas divergentes. Una verdad política necesita ser inclusiva, porque debe también apuntar a fundamentar un proyecto político diverso, una verdad política necesita convocar y ahondar en lo común, no en lo distinto.