Por Camilo Bass del Campo
Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria (Universidad de Concepción) y en Salud Pública. Magíster en Administración de Salud. Desempeño académico en el Programa de Salud Colectiva y Medicina Social de la Escuela de Salud Pública (Universidad de Chile), dedicado a los temas de: Docencia y Atención Primaria de Salud, Talento Humano en Salud, Seguridad Social y Políticas Públicas.
Chile vive una paradoja profunda en su sistema de salud: mientras el discurso oficial insiste en que contamos con un modelo mixto, la experiencia cotidiana de millones de personas revela un sistema profundamente segmentado, mercantilizado y excluyente. Esta dualidad no es casual, sino el resultado de una arquitectura institucional forjada durante la dictadura, consolidada mediante el consenso político-tecnocrático durante todos los gobiernos posteriores hasta el día de hoy. La salud, en vez de ser un derecho, fue convertida en un bien transable en el mercado.
Uno de los pilares de esta consolidación fue la reforma sanitaria de 2005, expresada en el Régimen de Garantías Explícitas en Salud (GES, ex-AUGE). Aunque fue presentada como un avance en equidad y calidad, sus efectos reales han sido regresivos. El GES ha canalizado recursos públicos hacia prestadores privados, ha profundizado la fragmentación del sistema y ha debilitado la Atención Primaria, que supuestamente debía ser el eje articulador del modelo. Al consolidar una lógica de focalización tecnocrática, termina excluyendo a quienes más necesitan un cuidado integral. Desde una mirada estructural, esta reforma no redujo desigualdades: las reforzó.
El problema de fondo no es técnico, es político. Como bien documenta la literatura crítica, el financiamiento público, además de insuficiente, ha sido utilizado como subsidio encubierto para alimentar al negocio privado de la salud. Mientras tanto, la red pública sigue desfinanciada, los equipos de salud enfrentan precarización y sobrecarga, y las comunidades viven la frustración de derechos prometidos que se diluyen en listas de espera eternas. Esta contradicción entre el discurso y la realidad materializa una política sanitaria al servicio del capital, no de las personas.
En este escenario, la participación social ha sido reducida a un simulacro. Aunque existen normativas que aluden a la ciudadanía activa, estas instancias operan como mecanismos decorativos, sin capacidad real de incidir en decisiones relevantes. No existe una política efectiva de control social ni espacios de poder donde las comunidades puedan influir en la planificación, evaluación y fiscalización del sistema. Se trata, más bien, de una participación funcional, útil para legitimar decisiones ya tomadas por una élite tecnocrática distante de las realidades territoriales. De este modo, el entramado institucional reproduce una pseudodemocracia sanitaria vacía de contenido popular, donde la ciudadanía no tiene voz, ni influencia, ni control sobre las políticas que afectan sus propios cuerpos.
El estallido social de octubre de 2019 expresó una ira acumulada frente a décadas de abusos, exclusión y simulacro democrático. En el ámbito de la salud, esa rabia se traduce en el hastío frente a un sistema que segrega, que precariza, que humilla. Las esperanzas depositadas en el proceso constituyente fueron nuevamente bloqueadas por los intereses conservadores de una clase política empeñada en blindar el modelo neoliberal. Sin embargo, las demandas sociales siguen vigentes. A pesar del retroceso institucional, emergen con fuerza experiencias de salud colectiva, redes de cuidado autogestionadas y colectivos territoriales que disputan sentidos, construyen alternativas y sostienen la vida allí donde el Estado se retira.
Estas resistencias locales no solo denuncian el abandono institucional, sino que proponen nuevas formas de relación entre saberes, prácticas y comunidades. La salud colectiva, entendida como proceso social, relacional y político, cobra protagonismo en estas experiencias autogestionadas que articulan conocimientos ancestrales, vínculos solidarios y prácticas de cuidado no medicalizadas. En ellas, la salud deja de ser una mercancía para convertirse en buen vivir, en ejercicio colectivo de autonomía y dignidad.
Transformar el sistema de salud requiere, entonces, una ruptura con la lógica mercantil que lo sostiene. No basta con mejorar la gestión o corregir ineficiencias. Se necesita un nuevo pacto político y social que coloque la vida en el centro, que fortalezca lo público, que restituya el rol del Estado como garante de derechos, y que reconozca una participación comunitaria con poder real. Esto implica también repensar profundamente la formación universitaria de quienes trabajan en salud: formar profesionales con conciencia crítica, compromiso con lo colectivo y apertura a los saberes diversos de los pueblos.
La salud no puede seguir tratándose como un bien de consumo. Es un derecho humano fundamental que exige justicia social, equidad territorial y redistribución del poder. Chile necesita avanzar hacia un sistema nacional de salud único, público, gratuito, con base territorial y sin fines de lucro. Ese horizonte no será regalado desde arriba: deberá ser construido desde abajo, desde los movimientos sociales, desde los territorios, desde quienes todos los días resisten, cuidan y defienden la salud como un derecho y como un proyecto de sociedad digna.